sábado, 28 de abril de 2018
ALAN MOORE - ESCRITOR O GUIONISTA I
Escribir para o escribir desde nos enfrenta a dos proposiciones disímiles e, igualmente, ambiciosas. Se dice que el que escribe para el mercado en realidad no escribe, porque lo que escribe está supeditado al interés del mercado, a los gustos que éste ordena, clasifica o cataloga, y a las expectativas que se crean a través de la publicidad. En consecuencia, lo que gusta es lo que el mercado propone como gusto o como la oferta que lo refrenda con una elección, equivalencia que se expresa del lado de la demanda con múltiples consumos que buscan legitimarse a través de las opciones propuestas por el mercado o de la supuesta distinción que genera ubicarse dentro una de ellas.
De este modo, se producen tantas mercancías como personas están dispuestas a consumirlas. En este contexto, no nos debe extrañar que escribir se asemeje a una especulación de índole comercial que considerará sólo lo que puede resultar redituable para el consumidor, acaso otro producto más del mercado, un mercado que no sólo produce mercancías, sino también modelos de consumo a partir de los estereotipos o tipificaciones de las mismas personas que se educan bajo la lógica del consumo y las redes de distribución de las mercancías.
Por lo tanto, la imaginación, si es rentable venderá, pero la creación, como acto único e irreproducible, si no interesa, nunca verá la luz. Porque el acento no se pone en cómo se crea, sino en el fin para el que se crea. En este sentido, la mediación mercantilizada de la escritura no se realiza como una contribución para el arte o para su historia, sino bajo la órbita de un público previamente definido y delimitado por el cálculo; un público hipotético o imaginario, que se construye como un dato más de la estadística y de su tendencia a parcializar las realidades de los fenómenos que pretenden estudiar.
En la forma de trabajo que adopta la estadística todo se homogeiniza y todo se termina pareciendo a todo a pesar de que haya notables diferencias entre los fenómenos. Porque la particularidad o esencia que convoca la creación no puede reconocerse como un modelo, como un modelo que se implanta y que se reproduce, que se sigue y se retroalimenta dentro del circuito de la producción. En este diagnóstico, la realidad o lo real necesariamente debe diluirse a través de la experiencia que se estereotipa o tipifica, creando así una experiencia que se separa cada vez más del público, y de sus anhelos o ensoñaciones.
En otras palabras, el mercado no tiene un verdadero contacto con la realidad, porque nunca habla de la realidad a per se, sino de una realidad probable o hipotética, imaginativa o figurativa, que es tan probable o hipotética, tan imaginativa o figurativa como el mismo público que define a partir de su modelo de consumo. Lo cual esquivale a decir que el mercado todo el tiempo diseña o pergeña realidades, y a partir de ese diseño o esbozo, las etiqueta, rotula y cataloga para poder distribuir y vender sus productos. De este modo, la mercantilización de la creación descansa en la obliteración de su especificidad: diferenciarse, diversificarse.
Por este motivo, el lenguaje del mercado es acotado y tiende a crear mensajes icónicos o permeados por una cierta iconicidad, es decir, fácilmente identificables o memorizables por el público, el cual invariablemente recordará el nombre utilizado por su publicidad favorita para designar al producto que pronto se convertirá en su única opción al momento de elegir. Porque para elegir la libertad del público debe relegarse, algo que resulta paradójico si se considera que el acto de elegir entraña un acto de libertad intransferible, un acto de libertad semejante al de la creación que se mutila y condena con los modelos de consumo.
Por otro lado, la idea de la economía, economía de las palabras y economía de los significantes asociados a ellas, proviene de la idea de crear un stock de recursos semióticos. Pero no un stock de recursos que se pueda actualizar, sino un stock de recursos que se pueda verificar con el paso del tiempo. Porque en el mercado, se verifica lo que se lee, el género desde dónde se lee y la trama o horizonte de posibilidad de lo que se leyó; y esto es algo que se aplica a múltiples soportes, ya que el libro supone la mediación de su adaptación inmediata, pero de su adaptación a cualquiera de los soportes involucrados en el proceso de creación que el mercado estandariza a través de su modelo de gusto y, en consecuencia, de su modelo de público.
En otras palabras, el negocio de la escritura se retroalimenta a partir de la estandarización de los recursos semióticos de comunicación que monopoliza el mercado y quien escribe dentro de este circuito de intercambio monopolizado, tarde o temprano se convierte en un engranaje más de la enorme maquinaria de producción que lo sostiene; maquinaria que sólo comunicará lo que resulte rentable o lo que pueda ratificarse como un consumo redituable para el público que la sostiene.
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