lunes, 20 de junio de 2016

FINAL DE JUEGO - ANÁLISIS II: NO SE CULPE A NADIE


La elisión es una propiedad gramatical que se aplica a un principio cohesivo organizativo: no se menciona lo que es obvio. En un texto formal, este principio traza límites muy claros, pero, en una narración, la ambigüedad se impone por encima de la estructuración que sugiere la elisión.
    En consecuencia, no es apropiado guiarse por ésta o por las reglas sintácticas codificadas por la gramática, en general, para realizar un análisis literario exhaustivo que intente ahondar en la dimensión fenoménica de la narración.
    En el caso del presente texto, la advertencia es pertinente, al menos, por dos cosas:

    1) Porque estamos frente a un texto experimental [1], lo cual nos sugiere, de antemano, desestructurar nuestra manera de pensar y romper con los moldes habituales que forman nuestros conceptos de lectura o literatura.
    2) Porque, referencialmente, el autor todo el tiempo omite la reposición de la cadena de sentido, confrontándonos con una situación absurda cuya desenlace, es igualmente absurdo o descabellado.

    En consecuencia, el lector de NO SE CULPE A NADIE, es un lector que es posicionado, desde la primera oración, frente a una situación paradójica: la libertad de la opresión.
    Se dice que los hombres no descubren cuál es su valor a menos que sean puestos a prueba, pero las sociedades modernas se deshicieron de este ritual para crear, en su lugar, espacios con roles específicos. En consecuencia, los hombres ya no tienen la posibilidad de ser templados por una prueba donde se dirime su destino, ni medir las probabilidades de llevarlo a cabo, porque la prueba se elide como método de selección. En el mundo moderno, no se evalúan los avatares de los temperamentos, sino la propensión o estabilidad para desempeñar un rol.
    El ritual antiguo o arcaico, es reemplazado por los procedimientos de un protocolo aséptico, donde lo que realmente se evalúa es la productividad de los individuos, no los méritos de su labor, ni la incumbencia de su vocación. Lo que se necesita, por ende, son personas para ocupar un espacio, para amoldarse a lo que ofrece una oferta indiferenciada de roles pensados para reproducir los esquemas sociales conocidos: la familia, la educación (escolar, académica), el trabajo (profesional, distintivo), etc.
    Cada rol que asigna la sociedad es un molde vacío que precisa ser rellenado. Pero, y esto es lo que el individuo promedio desconoce, en el momento en el que escogemos rellenar un molde, perdemos la única cualidad indivisible que nos definía como individuos: la libertad. La sociedad moderna, en resumidas cuentas, crea condiciones para restringir la libertad individual y, en el peor de los casos, cercenarla. Porque, como decía, no se necesitan personas que discutan su rol, sino personas que desempeñen un rol.
    Sin embargo, en este medio astringente o abiertamente coercitivo, el arte siempre ha encontrado mecanismos para interrumpir la continuidad de la lógica productiva y reproductiva de la sociedad, justamente, para devolverle al individuo el ejercicio de la facultad a la que renunció: insisto, la libertad. Y éste, en efecto, es el tema que discute el presente relato cortazariano. De hecho, probablemente, se trate del gran tema que recorre toda la obra de JULIO CORTÁZAR, de la obsesión que lo acompañó mientras se esforzaba por mantener un ejercicio escriturario donde se reivindicara siempre lo experimental como medio para renovar nuestra manera pensar. Pero, no es mi interés abordar las implicaciones de este condicionamiento temático desde un punto de vista macro, sino, más bien, micro. 
    Microscópicamente, en consecuencia, podemos leer cómo el tema de la libertad permea toda la narración de NO SE CULPE NADIE. La primera pista la reconocemos de inmediato:

    El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse un pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando [2].

    Metonímicamente, se crea una idea de encierro a partir de una correspondencia accidental: la reclusión que promueve el cambio estacional. El frío, en términos materiales, nos lleva a encerrarnos, a salir menos, a interrumpir el contacto físico con las personas, y a protegernos, ante las inclemencias del clima, con mucha más ropa. Pero, a esta circunstancia material, CORTÁZAR agrega un matiz psicológico. Casi, de manera imperceptible, mientras distrae nuestra atención creando un sintagma complejo [3], el autor desliza una nefasta idea de opresión. El traje gris, opaco, oscuro, y la mujer que domina, impone o condiciona, se convierten en el trasunto que vehiculiza la idea que luego materializa el pulóver: el confinamiento. No hace falta que se nos diga que el protagonista de este relato no está conforme con su vida, o que percibe que varios aspectos de ella no encajan con su verdadero deseo, porque la pose, mecánica, artificial, mercantil, de probarse ropa frente a un espejo, lo delata:

    Sin ganas silva un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante de un espejo [4].

    CORTÁZAR, crea un espacio antinatural dentro de un espacio familiar conforme somete a su personaje a una postura, igualmente, antinatural: colocarse (más bien probarse, como si ya estuviera dentro de los lindes de la tienda que hipotéticamente se visitará) la ropa frente a un  espejo, no obstante, ordinario. El interior de la propiedad, a continuación, se diluirá para dar lugar a otro interior, un interior tan frío como el que le aguarda al personaje al salir a la calle, o como el que se fragua ante el vínculo marital disuelto que se evoca desde el silbido tanguero. La tristeza y la soledad, a partir de aquí, se instalan como un subtexto del texto, como la verdad que no se pueda confesar a pesar de que esa omisión sea obvia para nosotros.
    Pero, para crear esta correspondencia, CORTÁZAR, primero debe dar por sentada una realidad, a saber, que en la vida de este personaje se ha consentido una forma, valga la redundancia, antinatural de vivir o, al menos, contraria a sus disposiciones internas, a sus anhelos más remotos, profundos y secretos. Por este motivo, es que, a partir de la formulación implícita de este supuesto (vivir sin libertad), CORTÁZAR explorará cuáles son las consecuencias del confinamiento al que su personaje voluntariamente se ha sometido.
    En principio, como ya mencioné, nos enfrentará a un encierro simbólico que se objetualiza en elementos intrascendentes como la ropa, mientras, en paralelo, se promueve una idea de ruptura. La intromisión de estos elementos, en consecuencia, nos interpelará a atender una necesidad: recuperar nuestra libertad. El interior de la casa, por otro lado, se percibirá como un lugar extraño, porque el afecto que establece el vínculo marital se desnaturaliza a partir de una compra (el regalo de casamiento) que no se quiere realizar y que, ratificaría, la legitimidad de ese vínculo que la sociedad establece como un rol necesario.
    En otras palabras, CORTÁZAR construye una idea de opresión y desarraigo que nunca se vuelve palpable (al menos, no del todo) hasta que el personaje se enfrenta con el pulóver:

    No es fácil, a lo mejor por la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mar hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tienen un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta [5].

    Porque, no es hasta que se produce el encuentro con la prenda, que las condiciones opresivas del personaje se visibilizan. Mientras, la compra auspiciada bajo el velo de una incógnita (¿cuál es el motivo que despierta el desagravio de realizarla o concretarla?) va construyendo, en clave, el final de este relato (romper con cualquier lazo que nos ate a las personas o a los esquemas que nos propone la sociedad para ocupar un lugar en ella), el pulóver deja entrever, a través del forcejeo, a través de la lucha despiadada por recuperar un poco de aire, el verdadero motivo de la confrontación.
    El personaje no trata de liberarse solamente del pulóver, sino del peso y del lastre de las instituciones que reafirmó al escoger un empleo estable (la etiqueta y pulcritud del traje lo confirman [6]) y vincularse con una mujer que no ama, o que una vez amó y ahora detesta. Tal vez, por este motivo, cuando su mano reaparece, el personaje la desconoce, como si no le perteneciera, o como si su autonomía respondiera a una voluntad conocida y sufrida: la de la mujer, la de la extraña, la de la desconocida [7] que lo espera en la tienda. Porque hay algo inquietantemente femenino en la mano que asoma a través de la manga, y en las uñas negras y largas que luego se exteriorizan como un pesadilla cuando el personaje logra liberarse del pulóver.
    La mano que ve el personaje, de hecho, se parece a la arrugada y vetusta mano de una bruja, y, por lo tanto, a una inequívoca figura de la opresión. Recuérdese, en este sentido, que las pócimas o los encantamientos que registran las tradiciones medievales de brujería, estipulan que las brujas tenían por objeto privarnos de nuestra libertad [8], o bien sacar provecho de alguna limitación  sobre el correcto ejercicio nuestras facultades. Por ejemplo, los actos de lascivia alejaban a las personas de la piedad, el ensimismamiento [9], de la elección libre, el abandono de los cuidados del cuerpo, de la pureza. Esto quiere decir, que la figura de la bruja convoca la misma idea opresiva que CORTÁZAR evoca desde el pulóver y, es más, la corrobora.
    Porque, en resumidas cuentas, a través de este relato, CORTÁZAR parece indicarnos que el matrimonio es una cadena más, una cadena esmeradamente elaborada por una sociedad que todo el tiempo busca impedirnos gozar del arbitrio de nuestra libertad. De ahí que el personaje se niegue ser partícipe de la compra de un regalo destinado a celebrar un casamiento [10], de una operación mercantil que reafirmaría su consentimiento con el fraude del vínculo marital, de ahí que la mano, su propia mano, se automatice y se feminice para recordarle cuál es su inevitable privación, y cuál es el precio que tiene que pagar al querer romper con el rol que propone la sociedad: la destrucción.
    El final del relato, en este sentido, es muy claro: el encuentro con el aire fragoroso de los doce pisos, se realiza a través de un descenso, a través de una caída estrepitosa que sólo reconoce un desenlace posible. En efecto, mientras el personaje precipita a través de un vacío que reconoce, no obstante, una medida (los doce pisos), CORTÁZAR nos comunica que ese es el destino que le aguarda aquel que desafía las estructuras sociales.  Pero, también, es el destino de todo arte que reivindica para sí la libertad, buscando romper con las formas establecidas para crear, en su lugar, otras formas de entender y pensar el arte, otras formas de entender y pensar la vida. Sin embargo, el final de este relato no debe entenderse en un sentido negativo, porque la destrucción siempre es el comienzo de una nueva creación.
_______________

[1] Sin duda alguna, el concepto de experimentación debe tenerse en cuenta para pensar y recuperar la influencia de la obra de JULIO CORTÁZAR en autores actuales, debido a que la experiencia (estrafalaria, rocambolesca, estrambótica) de la vanguardia recorrió más de una de sus inquietudes al momento de escribir literatura.
[2] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003
[3] Adviértase que, la oración que conforma este fragmento del texto, es muy larga, como si, adrede, se atentara contra su legibilidad. Un experimento homólogo, aunque llevado al extremo, se desarrolla en la novela que le granjeó un renombre internacional a CORTÁZAR: RAYUELA.
[4] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003
[5] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003
[6] En este sentido, el color gris debe pensarse como una metáfora de la ceniza y del duelo. Porque la ceniza evoca la descomposición de un ser íntegro (lo que se quiso ser o lo que se fue alguna vez), y porque el duelo convoca la transición de la muerte (de aquello que se fue y no se puede recuperar). Esto quiere decir que, el personaje, se encuentra despojado de vida o de cualquiera de las expectativas que se asocian a la vida (crecer, prosperar).
[7] La adjetivación es apropiada porque recrea la misma distancia tangencial que establece el relato. Conforme el personaje más se adentra en las concavidades intestinas del pulóver, más se olvida de su propósito original (ir a la tienda). Pero, no sólo se olvida de la tienda, sino, también, de la mujer que lo espera en la tienda, como si esta no existiera.
[8] Desde enamorarnos a manipularnos o perjudicarnos en algún sentido, las brujas se destacaron durante todo el medioevo por una persistencia maléfica en sus propósitos: entorpecer la faena de los hombres y las mujeres encomendados a DIOS.
[9] La dificultad de articular las palabras o evocar un correcto razonamiento, se asociaba a la injerencia o intervención de las brujas, quiénes se creía tenían el poder de entorpecer, dificultar o, directamente, interrumpir, los canales del pensamiento.
[10] Es curioso que se emplee el término casamiento en lugar de boda, cuya resonancia se encuentra permeada por los requisitos del rito eclesiástico original y por las pautas que este establece: el respeto de una unión para toda la vida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario