miércoles, 8 de febrero de 2017
FINAL DE JUEGO - ANÁLISIS IV: EL ÍDOLO DE LAS CÍCLADAS
Los celos se originan en el deseo, pero en un deseo que no se puede materializar. Se cela aquello que no se puede poseer, aquello que es intangible y aquello que se convertirá en materia de la ilusión y el desvelo. Y, por este motivo, es que el celo nace o tiene lugar durante los preparativos de la tragedia romántica, pues no hay nada como el desaliento, la frustración o el despecho para alimentar la venganza.
El martirio de la saeta o el veneno que destilan las palabras, no se destinan a quien se odia, sino a quién se ama o, en su defecto, a lo que ama la persona amada. Los enredos que se suceden en esta última confusión, tienen lugar con la intromisión de un tercero o, si se prefiere, cuando se atribuye a un tercero la culpa de arrebatar el amor que se atesoraba. Entonces, el celo ya no se excusa, ya no se reprime, ya no se oculta, porque ahora el celo no es una mera especulación, no es una broma o un embuste de la imaginación, sino un sentimiento motivado por el rechazo, la exclusión y la repulsión de la persona que se objetualizó a través del amor.
Cuando esto ocurre, el celo muda su expresión incómoda, su temor al ridículo o su propensión vergonzosa ante la posibilidad de ser descubierto, como si nadie pudiera atestiguar la razón de su aparición o como si nadie quedara prendado por la desfachatez de la conducta que secretamente lo propulsa. Entonces, una mueca de rabia feroz lo surca y lo marca, lo impregna y lo penetra hasta que la amalgama de esta ponzoña gesta una definida idea: la destrucción propia o ajena. Porque aquello que no se puede poseer, aquello que no se puede ser, debe ser destruido, ya que se atribuye solo a la destrucción el poder de cancelar o interrumpir el deseo, ya que si no existiera lo que se desea, no se sufriría por lo que se desea.
Y, así se conoce que el celo se apega a la irracionalidad de la destrucción, donde un centelleo de agresiones contraría los fundamentos del amor verdadero: inspirar, edificar, construir. Y, el celo, de este modo, se descubre finalmente como capricho, antojo o desvarío, porque no hay amor en el celo, ni celo en el amor. Por eso se dice que quien cela, nunca en realidad ama, sino que limita, restringe y coarta la libertad de la persona amada, ya que el que cela no reconoce ninguna integridad o libertad en el amor, sino una posesión, como si de un objeto se tratara.
LOS CELOS CORTAZARIANOS
JULIO CORTÁZAR, en EL ÍDOLO DE LAS CÍCLADAS, escribe acerca de un triángulo, un triángulo amoroso donde alguien ama, alguien es correspondido y alguien es vituperado o rechazado. Pero, la venganza que se origina en el menosprecio del celo de uno de los personajes debe disfrazarse de ritual, de sacrilegio y de impiedad para poder negar una realidad: la frustración que trae consigo el rechazo. En efecto, SOMOZA ama THÉRÈSE, pero THÉRÈSE ama a MORAND y éste, a su vez, a THÉRÈSE:
Más tarde, cuando Somoza se fue a su tienda llevándose la estatuilla y Thérèse se cansó de estar sola y vino a acostarse, Morand le habló de las ilusiones de Somoza y los dos se preguntaron con amable ironía parisiense si toda la gente del Río de la Plata tendría la imaginación fácil [1].
En las conversaciones que mantienen los dos amantes, donde el respecto se adelgaza y las buenas formas enmudecen entre los cotilleos de confianza, se filtra el primer elemento de irrealidad que propone CORTÁZAR: la imaginación. SOMOZA es un arqueólogo brillante, pero su predisposición imaginativa lo pierde en el objeto que intenta estudiar: el ídolo de una civilización extinta, cuyos vestigios reverberan a través de un ritual sacrílego; pues, como se sabe, los ciclos antiguos de regeneración de la vida coincidían siempre con los solsticios de primavera o de verano, inaugurando con su llegada una revitalización que exigía, a modo de ofrenda, aunque no en todos los casos, un efluvio igualmente repleto de vida: la sangre.
Sin embargo, como suele ocurrir en el fantástico, el pasaje hacia la irrealidad encubre, disfraza, camufla o solapa otra cosa. Cuando SOMOZA se entrega a la pesadilla del sacrificio y el sacrificio se convierte en la realidad que desplaza a la realidad que primero se conoció, intercambiando su rol de arqueólogo por el de sacrificante y transformando su impecable lógica en ciego fanatismo, éste tendrá, no obstante, una última oportunidad para enfrentar su vergonzoso conflicto:
-Si realmente me quieres matar –le gritó Morand, retrocediendo hacia la zona en penumbra–, ¿a qué viene esa mise en scène? Los dos sabemos muy bien que es por Thérèse. ¿Pero de qué te va a servir si no te ha querido ni te querrá nunca? [2]
La verdad, en su sentido irreductible, estalla en el fantástico y se tensiona a través de la parafernalia de un lenguaje lleno de metáforas y de símbolos, pues la estatuilla, el ídolo no es otra cosa más que una metonimia del amor y de sus posibles extravíos, de sus mieles y sus contrastes, de sus luces y de sus oscuridades. SOMOZA está dispuesto a matar por amor y a negar, en ese mismo acto absurdo, polémico y terrible, que no es amado por THÉRÈSE y que MORAND alguna vez la amó. Pero, en este acto destructor, SOMOZA necesita destruir primero lo que fue, abandonar el ropaje de la racionalidad y entregarse a su instinto animal:
Enjuto y moreno, Somoza se irguió desnudo bajo la luz del reflector y pareció perderse en la contemplación de un punto del espacio. De la boca entreabierta le caía un hilo de saliva y Morand, dejando precipitadamente el vaso en el suelo, calculó que para llegar a la puerta tendría que engañarlo de alguna manera [3].
La locura, de este modo, se insinúa como el desvío de la senda correcta del amor, para afianzar una senda donde prospera el rencor y germinan los venenos de la venganza, donde la razón se difumina con un aliento de desesperación y el susurro de la destrucción se transforma en un consejo viable que suplanta el límite de la mesura. Por este motivo, es que, en la transgresión de SOMOZA y en la perversión de su sentimiento, se da un paso decisivo hacia la autodestrucción y hacia la perdición absoluta, pues SOMOZA no solo pierde su dignidad al amar y al negar la posibilidad de que su amor puede no ser correspondido, sino, también, todo rastro de humanidad, algo que, mucho antes, ya advertía Morand al escudriñarlo:
Era realmente para creer que también él se estaba volviendo imbécil, como si ser arqueólogo no fuera ya bastante [4].
Pero, MORAND es incapaz de descubrir que, el ídolo, tras su ropaje seductor, tras su misterio embriagador, encubre un principio femenino abismal, siniestro y prohibido, así como una energía reproductora aciaga, perniciosa y poderosa, donde germinar, florecer y gestar se intercambian por sesgar, despojar y arrebatar, y donde la tierra no fructifica a partir del agua que abreva vida, sino con la sangre que la mancilla. Pues, el ídolo siempre fue:
(…) el ídolo de los orígenes, del primer terror bajo los ritos del tiempo sagrado, del hacha de piedra de las inmolaciones en los altares de las colinas (...) [5].
Y, su hechizo, su influjo sobrecogedor, de este modo triunfa, porque en ningún momento se ratifica el amor desinteresado y anegado, o lo que, en pocas palabras, se puede entender o definir como un amor sincero, donde se elige libremente a quién amar y se acepta no ser amado al enfrentar las consecuencias del rechazo. Pero, también, porque la pasión que inculca, la pasión que se erige con la posesión egoísta y restrictiva, y con los celos privativos y destructivos, ya se había instalado en el alma de los personajes que triangula CORTÁZAR.
Por este motivo, en este juego, donde el poseer se confunde con el querer, MORAND se descubrirá a sí mismo, no como una víctima, sino como un victimario, ya que ni él ni THÉRÈSE son realmente inocentes, pues nunca estuvieron dispuestos a responder por la integridad de SOMOZA, ni por su dolor, ni por su pena. Y, tal vez, se deba a este detalle agrio en su persona, a esta grieta en su moral agusanada, que, en el final, no dudará en tomar el hacha y abandonarse en la misma locura que antes aprisionó a SOMOZA, pues, al igual que él, también ama y, por amor, perdió algo de su integridad.
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[1] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 58
[2] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 64
[3] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 63
[4] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 62
[5] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 62
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Excelente análisis
ResponderEliminarMe encanto.Muy completo y profundo
ResponderEliminarEl análisis es tangencial al campo psicológico.
ResponderEliminarEn un plano de significación la intriga se asemeja a un policial, algo que se puede corroborar en otro título de la misma colección de relatos: EL RÍO; pero, en otro esa intriga se desliza a lo fantástico y, desde esa encrucijada, donde lo real se confunde con la fantasía (el ídolo que reclama un sacrificio, en este caso) la pista nos lleva de lleno al plano psicológico. Párrafo aparte merece una pregunta a la que da pie esta cuestión: ¿por qué en esta colección el victimario o la víctima siempre es un varón?, ¿la cosmovisión cortazariana acaso es misógina?
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