viernes, 10 de febrero de 2017

FINAL DE JUEGO - ANÁLISIS V: EL RÍO


Se ha dicho, en más de una ocasión, que nuestra vida transcurre en un abrir y cerrar de ojos, y que muchos de los episodios que la definen están hilvanados por una indeterminación irresoluble, pues nunca estamos del todo seguros que la recapitulación de nuestra memoria sea fidedigna a los hechos que acaecieron, ni que su basto archivo no pierda algo de la esencia que, originalmente, definió la experiencia grabada en algunos de sus compartimientos.
    De este modo, al adentrarnos en su irresolución, al sumergirnos en su inconstancia, descubrimos que, en su simiente contingente, la tristeza puede intercambiarse por la alegría, la derrota por la victoria o la frustración por el triunfo. Y, no es de extrañar, por este motivo, que se le atribuya a la memoria la fama de ser tan evanescente como la materia que alimenta el sueño, o voluble como cualquier fantasía que se inculque en la vigilia mientras intentamos lidiar con el mundo manteniendo los ojos bien abiertos. Tampoco, nos debe extrañar, que se le achaque la distinción de jugar con nuestra credulidad y de hostigarnos con un suceso que, en realidad, nunca ocurrió.
    Porque, en la memoria, opera una constante transformación del material que proveyó la experiencia, y una selección funcional a la conservación de nuestra cordura o equilibrio emocional. En otras palabras, de alguna manera, y aunque no seamos conscientes de ello, escogemos qué es preciso recordar y qué es necesario olvidar, pues olvidar no es otra cosa que negar algo que alguna vez existió, y recordar, en cambio, constatarlo, ratificarlo y recuperarlo.
    La conmemoración de fechas trascendentales para una nación, un pueblo, una comunidad o, incluso, una pequeña familia tienen por objeto volver a reavivar algo del espíritu que se destacó en un hecho puntual. No es casual, en este sentido, que los cambios de turno de los representantes de una nación o de cualquier persona que detente un poder que afecte a otros, sea acompañado de una nueva política, una nueva mirada o enfoque y, en consecuencia, una nueva forma de hacer las cosas. Pero, es curioso, que, en ese quehacer novedoso, se incluya, en mayor o menor medida, como asunto de agenda, modificar algo de la historia y de cómo se pretende recordar algo a partir de ella.
    Si extrapolamos esta lección sociológica a la literatura y, en particular, al relato que nos ocupa, descubriremos, inmediatamente, que, en el testimonio que nos ofrece el narrador se oculta algo muy sospechoso, pues nada nos informa éste acerca de por qué su esposa decide poner fin a la relación que los mancomuna, con un acto absurdo: suicidarse. Tampoco nos dice bajo qué circunstancias ocurre esto, porque mientras nos cuenta su versión de la historia todo el tiempo retacea la información pertinente o la disimula, entremezclando apreciaciones personales y antojadizas con hechos puntuales:

    Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos [1].


    Esta manera de proceder rompe con la intimidad de su historia y con el clima que genera al contarla, como si necesitara transmitirla para liberarse de su dolor y su consternación ante un hecho que no puede comprender. Pero, al hacerlo, la convierte en un discurso, un discurso muy elaborado donde se mide qué se dice y cómo se dice aquello que se va a comunicar, porque aquello que se va a comunicar puede ser malinterpretado. En este sentido, la historia fluctúa de un género a otro, pues de la anécdota pasamos abiertamente al testimonio y, cuando esto ocurre, una pregunta se instala: ¿a quién va dirigido ese testimonio en cuestión?
    Porque, las personas que ofrecen un testimonio, generalmente son personas interpeladas por la ley, o personas de las que la ley sospecha. El testimonio, por otra parte se brinda para argumentar, motivo por el cual cabe preguntarse: ¿qué es lo que le puede interesar argumentar a este narrador? En principio, podemos afirmar que intenta probar algo y que ese algo no es otra cosa que su inocencia. Si reparamos de nuevo en la cita, nos daremos cuenta que el retrato que realiza de su esposa deja entrever dos cosas: una cierta tendencia a mentir y una cierta tendencia a convertir todo en una tragedia;  como si sus caprichos o, en el peor de los casos, desvaríos, estuvieran supeditados a una pérdida de la compostura.
    La cordura es lo que, en definitiva, parece desvanecerse en el mismo momento en que esta mujer decide convertir su vida en un anfiteatro, como si hubiera un público ante el cual brindar una función o como si el más insignificante de los detalles: perder un poco de atención o ser ignorada por un momento; se convirtiera en síntoma o propulsor de una descompensación anímica que coquetea con la autodestrucción. Y, esto, en efecto, es lo que el narrador sugiere, mientras, al mismo tiempo, se asegura de pintarse inocente e inimputable, pues él no tenía idea que los juegos teatrales de su mujer, que los intentos de manipularlo a través de un sentimentalismo calcado de una novela romántica, podían hacerse realidad.
    Pero, a contrapelo de la narración y, de una manera muy astuta, JULIO CORTÁZAR complica la situación de su narrador y la diversifica llevándolo hacia otra dirección, hacia una dirección a la que no quería arribar, hacia un lugar donde no quería llegar: el reconocimiento. ¿De qué? Pues, de su culpabilidad, de su latrocinio, de su crimen vergonzoso y aberrante. En los quicios de silencio (lo que se no se dice o se dice no diciéndolo), CORTÁZAR lleva al narrador hacia la confesión involuntaria y hacia la contradicción poética que se da en los personajes que retrata EDGAR ALLAN POE, pues al igual que ellos, la traición opera en el alma y en la pesada carga que sobrellevan al ocultar su crimen [2].
    Conforme avanza en su testimonio, el narrador de CORTÁZAR trastrabilla y la estructura lógica de su narración se descalabra con la intromisión de un elemento onírico:

    Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos [3].

    Por eso es que, en esta lectura que se apoya en la reconstrucción detectivesca, también al estilo que define POE a través del crimen ominoso, el hallazgo accidental, el tropiezo fortuito y el laberinto de la culpa, se reconocerá al culpable y se esclarecerá el crimen, desde una recomposición tangencial y azarosa. Porque, en este juego que abre CORTÁZAR con su interpretación fantástica, se una propone desocultación a medida que la narración hace visible el rostro del culpable y su secreta faena al manejar la treta del discurso.
    Y, CORTÁZAR logra todo esto, imbricando en medio de la vigilia y del sueño, retazos de un recuerdo que se preferiría haber borrado. El agua, los juncos, las burbujas, la orilla, las rocas y el cuerpo desnudo, constituyen ese pasaje que no termina de definirse, pues cuando se pierde la cordura (y es esto y no otra cosa es lo que le ocurre al narrador), inútil resulta pensar en la reposición espacial o temporal o, en una palabra, en la deixis. 
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[1] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 16
[2] Al respecto, se pueden consultar dos cuentos clásicos de este escritor, cuyos esquemas narrativos son muy fidedignos para retratar la idea que retoma CORTÁZAR: EL CORAZÓN DELATOR y EL GATO NEGRO.
[3] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 18

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