martes, 14 de febrero de 2017

FINAL DE JUEGO - CONCLUSIÓN


El final se anuncia cuando se reúnen los suficientes elementos para poder recapitular las incógnitas del principio, pero, en el caso de este libro, engorroso, intrincado, enrevesado, tal recapitulación deja la sensación de haber reunido tan solo algunos fragmentos que, si bien pueden ensamblarse, si bien pueden formar parte de algo más grande que su egoísta individualización, permitirán, de todos modos, que se vea el artificio del ensamble y la costura que suturó la distancia que los volvía irreconciliables. Porque FINAL DE JUEGO, es un libro que se resiste, desde la primera hasta la última página, a ser aseverado o a formar parte de una lectura que pretenda clausurarlo, dejando, incluso, en el relevo de datos más minucioso, meticuloso o exhaustivo, incontables espacios blancos que resultan incapaces de vincularse a menos que se reconozca que se ha participado en una construcción, esto es, en una lectura que reescribe, en parte o en su totalidad, las coordenadas del libro original.
    Esta resistencia, esta negación que se asemeja a una insurrección de la letra y de lo que se puede contar a partir de ella, permeará, de hecho, toda la obra de JULIO CORTÁZAR, provocando que sus textos se encuentren siempre a punto de ser incomprendidos o, lo que es lo mismo, al borde de su legibilidad. Sin embargo, esta resistencia o negación no es exclusiva de CORTÁZAR, tampoco un descubrimiento propio de su rol como escritor al cuestionar la mecanización del proceso creativo, sino, más bien, una marca propia de la turbulenta época de las vanguardias, a las que admiró con profundo respeto y cuyas premisas solían redundar en atentar contra todos los medios usuales, asentados y reconocidos de hacer arte y, en definitiva, de entender el arte y lo que merece ser considerado como tal.
    Las vanguardias, de hecho, en sus inicios tuvieron un eje programático desde el cual trabajar y objetivos muy claros que se deberían cumplimentar en lapsos de tiempo definidos, y aunque muchos de éstos resultaran exagerados o extremadamente ambiciosos para los jóvenes pioneros que las integraban y que recién incursionaban en el oficio del artista y en un campo que todavía no estaba preparado para recibirlos con los brazos abiertos, no cejaron por ello en sus empeños, ni dejaron de creer en que su intervención era necesaria para devolverle al arte algo que había perdido: su vitalidad. Porque, el enemigo que se alzaba por encima del horizonte, el enemigo que se había entroncado en el poder y había conseguido legitimar sus prácticas y, en consecuencia, establecerlas como valiosas, meritorios o prestigiosas, tenía un nombre (la tradición) y representantes (los académicos, los grandes maestros, los clásicos universales) que habían, también, establecido una consigna excluyente para hacer arte y reconocerlo: la forma.
    No es casual, en este sentido, que muchos de los poetas que escribieron durante las tres primeras décadas del siglo XX, hayan cultivado una poesía que prescindía de la rima, el ritmo o la estructura, ni que alteraran los tropos de las tradicionales figuras poéticas para dar cuenta de una nueva experiencia que los reclamaba: la modernidad. En otras palabras, los escritores que participaron en los movimientos de vanguardia o que coquetearon en mayor o menor medida con algunos de ellos, trabajaron, también, desde una consigna a la que se apegaron con ofuscamiento y por la cual estaban dispuestos a sacrificar su propio lugar dentro del posicionamiento que debatía el diálogo entre la cultura legítima y la cultura de masas, pues, en aquel momento, sólo se atribuía a la primera el estatuto de reunir las condiciones necesarias para ser considerada verdadera cultura. Por lo tanto, el escritor que quedaba fuera de la canonización que se realizaba dentro del tufillo de la academia o de lo que, en pocas palabras, puede definirse como la cultura letrada de aquella época, no era reconocido como escritor, ni como un intelectual competente para expedirse u opinar sobre determinados temas, sobre todo si lo que tenía que decir resultaba hiriente para los escritores que se habían consagrado en la canonización.
    CORTÁZAR, no obstante, no participó activamente en ninguno de los movimientos de vanguardia de su época, pues sus intereses se dirigían, más bien, a no sentar ninguna posición que pudiera restringirlo en sus posibilidades como escritor y como intelectual; incluso, en la abierta simpatía que mostró por la REVOLUCIÓN CUBANA, supo zanjar el asunto desde una cierta indefinición y ambigüedad que le proporcionaron más libertad que a otros intelectuales que, en cambio, se comprometieron con ella y obedecieron cada una de sus consignas de manera ciega u obtusa. Porque, CORTÁZAR, desde sus comienzos, más precarios y más rudimentarios, entendió, que un verdadero cambio sólo se puede orquestar a través de una transformación cultural, una transformación donde todas las construcciones asentadas y arraigadas por la tradición, se cambiarán por resultar injustas o ineficaces para explicar el presente del ser humano y su devenir en el futuro de la historia, y que, desde ningún motivo o argumento que se presuma lógico, la violencia puede justificarse como medio adecuado para conseguir esa transformación.
    Este descubrimiento precoz y prematuro, aunque algo inmaduro para su esbozo y aplicación durante la primera etapa de su producción escrituraria, CORTÁZAR lo pondrá en práctica hasta conseguir refinarlo. Por lo tanto, sus primeros libros deben considerarse como un ensayo de algo que va a venir después, de algo que comienza a cristalizar, aunque aún no del todo, en una de sus novelas más acabadas y decididamente vanguardistas: RAYUELA. Pero, es cierto, que RAYUELA no se podría haber escrito si antes no se producía un hiato en la experiencia de CORTÁZAR, es decir, si CORTÁZAR no se permitía, como decía más arriba, practicar para poder corregirse y poder perfeccionar su modo de narrar y, en esta pretensión, conseguir delinear los rasgos de un estilo único e inconfundible.
    Muchas de las marcas de este estilo, curiosamente, ya aparecen en FINAL DE JUEGO. Entre ellas, cabe destacar:

    -LAS LARGAS ORACIONES QUE ENTORPECEN LA LECTURA FLUIDA
    -LA DELIBERADA ALTERACIÓN DEL SINTAGMA PARA CREAR BELLEZA O POETIZAR
    -EL  CAMBIO IMPREVISTO DEL PUNTO DE VISTA PARA DESORIENTAR AL LECTOR
    -LA CONFUSIÓN DE VOCES EN EL NARRADOR
    -LA SOBREIMPRESIÓN DE UNA EXPERIENCIA ANÓMALA EN UNA EXPERIENCIA COTIDIANA, O EL DESLIZAMIENTO DE UN ORDEN DESCONOCIDO EN EL ORDEN CONOCIDO HASTA EL MOMENTO

    Se vuelve, a partir de esta reposición temática, a partir de este escueto punteo que recoge la esencia de FINAL DE JUEGO, tal vez más claro, por qué el principio organizador de la poética de CORTÁZAR abreva mucho de las vanguardias y de sus propuestas disruptivas para poder crear cosas nuevas, y por qué, conforme más se ponen en práctica estas novedosas ideas, más se acerca la posibilidad de darle forma a una novela como RAYUELA. Lo cual, una vez más refuerza, la idea de que FINAL DEJUEGO prepara el terreno para el futuro y que mucha de su originalidad se inspira en la necesidad de darle forma a un proyecto, que en concordancia con las vanguardias que lo inspiraron, debía cumplirse más adelante, aunque ese cumplimiento se postergara y aunque solamente en el presente se contara con un borrador o todavía se buscara darle forma a una marca personal: el estilo.
    En resumidas cuentas, por eso es que, leer FINAL DE JUEGO, no sólo nos provee una experiencia singular, sino, al mismo tiempo, una para nada desestimable herramienta o puerta de acceso para descubrir la obra de CORTÁZAR, porque en él, insisto, se encuentra prácticamente todo lo que vendrá después.

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