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En los dibujos de Aidan cobra forma un mundo secreto.
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Mientras prescinde de las palabras para comunicarse, sus garabatos nos devuelven un esbozo inquietante de la realidad.
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Y en esa pieza inacabada de su arte microscópico, donde el mirar se confunde con el comprender, Aidan termina siendo tan fidedigno como la fotografía de una cámara instantánea.
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En su exilio del mundo adulto, Aidan se muestra autosuficiente.
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Él es su propio espejo. La imagen que, al mismo tiempo, es su anverso y reverso.
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No requiere de un modelo donde mirarse para aprender, porque parece haberlo aprendido todo solo.
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Y a pesar de que carece aún de la estatura para independizarse de las caprichosas atenciones del mundo adulto...
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Siempre se las arregla para resolver de manera práctica todas sus dificultades.
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Sin embargo, Aidan no es feliz ni dichoso.
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Su postura es una impostura. No corresponde a su edad.
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Pero en esa amalgama imposible: el adulto dentro del niño; delata todo su dolor.
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La negación de su padre lo obliga a ser hombre en lugar de niño.
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Pero el adulto debe callar ante la mirada escrutiñadora del niño al que le robó la niñez.
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La orfandad de Aidan es la de un extraterrestre. Es decir, la de un ser completamente diferente.
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En su mesita de luz, se condensa esta idea a través del velador y los juguetes que la decoran.
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Aparecen dinosaurios y un extraterrestre. Aidan, entonces, es un extraterrestre por su extrañeza, y un dinosaurio, porque constituye un espécimen fuera de lo común.
Aidan encarna un horror menos perceptible, pero igualmente repudiable: el abandono ante un mundo de adultos irresponsables. Mientras sus padres se concentran en trivialidades: Rachel, atiborrada por su trabajo como periodista, y Noah, escindido por los placeres que le reportan sus amores transitorios y fugaces; la niñez de Aidan se esfuma como al evocación de un sueño, y se malgasta en el convencimiento de un diálogo irrecuperable.
En Aidan no hay anhelos, tampoco reproches. Pero, es precisamente esta resignación silenciosa ante su adversidad, lo más intranquilizador de su conducta, pues Aidan parece haber incontrovertiblemente aceptado que el mundo es así y que no puede esperar nada de él.
Sin embargo, en ningún momento Aidan se permite concederle un momento a las lágrimas, como si éstas carecieran de sentido, o como si su inmediación fuera completamente innecesaria; lo cual, le resta sentido a este ritual asociado a la tristeza, pero también pone en evidencia el pensamiento de un niño desilusionado: no vale la pena derramar lágrimas en un mundo donde nadie está dispuesto a secarlas.
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