Antes de que se resolviera un conflicto, cualquiera fuera la índole de este, era costumbre pactar los términos del enfrentamiento entre las partes involucradas. Éstas podían exponer los términos en los que se desarrollaría su disputa apelando, entre otras cosas, a principios… bien, éstos son a los que yo apelo en mis clases:
1) Creo en el alumno que se sobrepone a los eventuales obstáculos de su proceso de formación con una mirada de optimismo sobre sí mismo,…
…en aquel que hace de los tropiezos aciertos que se amalgaman en su futuro con una esperanza que le devuelve la certeza de que ninguna dilación sobre su condición puede separarlo de sus sueños…
…y también en el que empecinadamente reniega de cada uno de mis consejos pero en su mirada se descubre el anhelo de una búsqueda aún más obcecada aunque para nada desestimable: ¡poder creer en algo!
2) Ninguna limitación que impongan los caprichos de la vida es aceptable como excusa: la docencia es un compromiso que necesariamente debe compensar las diferencias para poder crear las encomiables oportunidades de las futuras generaciones.
3) El error no acarrea ninguna vergüenza sobre el alumno que lo comete, pero no hacer nada para corregirlo es un bochorno que el docente debe considerar como una mancha indeleble para sí mismo.
4) Al alcance de nuestra mano se encuentra cada día la posibilidad de nivelar las desigualdades en lugar de reforzarlas tras el abatimiento de los alumnos que no se dan cuenta que el sacrificio que insume su laborioso hoy pude convertirse en la recompensa de su gozoso mañana.
jueves, 25 de septiembre de 2014
Los ojos de Peter Pan
Me tomo la libertad de agregar un comentario que, me gustaría pensar, le hubiera granjeado una sonrisa al creador[1] de este icónico[2] personaje:
“El hombre adulto es el hombre que atesora cada una de la formas del mundo, ya que él, con el correr de los años, devino también forma. El niño, en cambio, es caos y, por lo tanto, un símil de la libertad. Esta es la razón de por qué el adulto nunca entiende a los niños, pues éstos continuamente le recuerdan lo doliente que son los grilletes[3] que lleva”.
[1] El fallecido pero eterno niño, James Matthew Barrie.
[2] El ícono es un emblema significativo, pues representa algo para alguien, quien a su vez, se identifica con él. Siempre me ha llamado mucho la atención el uso ostensible que puede tener un ícono para cualquiera de nosotros. Por ejemplo, los superhéroes son básicamente icónicos, esto es, se construyen apelando a nuestras fantasías (la fuerza sobrehumana, entre ellas), pero ¿es cierto que sus convicciones reflejan realmente las nuestras?
[3] Es curioso que, en los barcos de piratas de antaño fuera una práctica extendida apresar, encerrar y esposar a los miembros de la tripulación que discutieran las órdenes de su capitán socavando su autoridad. En paralelo, la figura del niño mirando invariablemente la pared desde un rincón nos devuelve un ejemplo homólogo que atestigua la sanción que impone el padre cuando el niño lo cuestiona. La sanción me parece sin lugar a dudas excesiva, aunque tampoco, debo reconocer, estoy de acuerdo con el adulto que cede ante los caprichos del niño. Ya advertía Jean-Jacques Rousseau en su "Emilio o la educación" que es el adulto quién sabe lo que le conviene más al niño, aunque a mí me gustaría introducir un pequeño agregado que las traducciones de este filósofo no reconocerán:
…es el adulto-niño o con ojos de niño quien conoce lo que, en realidad, necesita el niño para crecer sin renunciar a ser un niño, esto es, sin perder su inocencia, su libertad y el deseo entrañable de alcanzar la felicidad.
“El hombre adulto es el hombre que atesora cada una de la formas del mundo, ya que él, con el correr de los años, devino también forma. El niño, en cambio, es caos y, por lo tanto, un símil de la libertad. Esta es la razón de por qué el adulto nunca entiende a los niños, pues éstos continuamente le recuerdan lo doliente que son los grilletes[3] que lleva”.
[1] El fallecido pero eterno niño, James Matthew Barrie.
[2] El ícono es un emblema significativo, pues representa algo para alguien, quien a su vez, se identifica con él. Siempre me ha llamado mucho la atención el uso ostensible que puede tener un ícono para cualquiera de nosotros. Por ejemplo, los superhéroes son básicamente icónicos, esto es, se construyen apelando a nuestras fantasías (la fuerza sobrehumana, entre ellas), pero ¿es cierto que sus convicciones reflejan realmente las nuestras?
[3] Es curioso que, en los barcos de piratas de antaño fuera una práctica extendida apresar, encerrar y esposar a los miembros de la tripulación que discutieran las órdenes de su capitán socavando su autoridad. En paralelo, la figura del niño mirando invariablemente la pared desde un rincón nos devuelve un ejemplo homólogo que atestigua la sanción que impone el padre cuando el niño lo cuestiona. La sanción me parece sin lugar a dudas excesiva, aunque tampoco, debo reconocer, estoy de acuerdo con el adulto que cede ante los caprichos del niño. Ya advertía Jean-Jacques Rousseau en su "Emilio o la educación" que es el adulto quién sabe lo que le conviene más al niño, aunque a mí me gustaría introducir un pequeño agregado que las traducciones de este filósofo no reconocerán:
…es el adulto-niño o con ojos de niño quien conoce lo que, en realidad, necesita el niño para crecer sin renunciar a ser un niño, esto es, sin perder su inocencia, su libertad y el deseo entrañable de alcanzar la felicidad.
domingo, 21 de septiembre de 2014
El asedio de la palabra
La palabra por la extensión de su incumbencia no tiene dominios[1] pero continuamente los crea, abriéndose paso entre los diferentes soportes sobre los que eventualmente se pliega mientras asume diversas mutaciones que reniegan de cualquier definición: tras conculcar con los misterios del libro abreva en la rapsodia de la música (el poema, entonces, deviene canción y la letra se escancia en una nota) para luego ceñir una imagen que nos apremia (donde el trazo de la grafía que forma la vocal se exulta con el garabato que evoca la abstracción de la idea).
La palabra, en este sentido, se contrapone a su institucionalización[2] ya que, como el agua que poco a poco horada la piedra hasta resquebrajarla, remueve los cimientos de cada una de las concepciones que esta deroga caprichosamente. Su naturaleza, ante todo, la obliga a oponerse a cualquier emblema que la restrinja, debido a que en su denodada moción reivindica una individuación que se hace eco de toda aseveración que se realiza a conciencia y que pondera en la balanza del juicio correcto una adecuada observación.
La palabra, por ende, es la necesaria voz que se sobrepone a los etiquetamientos de los roles que subsumen la individuación de la expresión propia, puesto a que los discute hasta mostrarlos como lo que realmente son: creaciones humanas tan cuestionables como las sinrazones a las que se aferran los niños para obtener algo que anhelan. Tal vez, por este motivo, sea hoy necesario, como en ningún otro momento lo fue, recordar toda la fuerza que reside en ella, precisamente hoy cuando las mistificaciones a las que nos exponen los medios de comunicación crean la ilusión de que aceptando los roles que proponen seremos dichosos sin antes habernos preguntado primero: ¿qué es lo que realmente nosotros queremos?
[1] Entendamos por estos a los reinos del saber (la filosofía, la historia, la literatura, la antropología, la sociología e, incluso, la psicología) que celosamente la reclaman para socavarla como un privilegio, en lugar de reivindicar para ella el arbitrio de su innegable libertad.
[2] Los géneros literarios, por ejemplo, han creído encontrar en una suerte de combinatoria de temas, motivos una valla para contener el natural decurso de la palabra atribuyéndole una forma. Así, muchas veces se habla de la fantasía para englobar un fenómeno que, no obstante, menoscaba las particularidades de una enunciación que no cuadra en los parámetros de la categoría dada.
La palabra, en este sentido, se contrapone a su institucionalización[2] ya que, como el agua que poco a poco horada la piedra hasta resquebrajarla, remueve los cimientos de cada una de las concepciones que esta deroga caprichosamente. Su naturaleza, ante todo, la obliga a oponerse a cualquier emblema que la restrinja, debido a que en su denodada moción reivindica una individuación que se hace eco de toda aseveración que se realiza a conciencia y que pondera en la balanza del juicio correcto una adecuada observación.
La palabra, por ende, es la necesaria voz que se sobrepone a los etiquetamientos de los roles que subsumen la individuación de la expresión propia, puesto a que los discute hasta mostrarlos como lo que realmente son: creaciones humanas tan cuestionables como las sinrazones a las que se aferran los niños para obtener algo que anhelan. Tal vez, por este motivo, sea hoy necesario, como en ningún otro momento lo fue, recordar toda la fuerza que reside en ella, precisamente hoy cuando las mistificaciones a las que nos exponen los medios de comunicación crean la ilusión de que aceptando los roles que proponen seremos dichosos sin antes habernos preguntado primero: ¿qué es lo que realmente nosotros queremos?
[1] Entendamos por estos a los reinos del saber (la filosofía, la historia, la literatura, la antropología, la sociología e, incluso, la psicología) que celosamente la reclaman para socavarla como un privilegio, en lugar de reivindicar para ella el arbitrio de su innegable libertad.
[2] Los géneros literarios, por ejemplo, han creído encontrar en una suerte de combinatoria de temas, motivos una valla para contener el natural decurso de la palabra atribuyéndole una forma. Así, muchas veces se habla de la fantasía para englobar un fenómeno que, no obstante, menoscaba las particularidades de una enunciación que no cuadra en los parámetros de la categoría dada.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)