domingo, 21 de septiembre de 2014

El asedio de la palabra

La palabra por la extensión de su incumbencia no tiene dominios[1] pero continuamente los crea, abriéndose paso entre los diferentes soportes sobre los que eventualmente se pliega mientras asume diversas mutaciones que reniegan de cualquier definición: tras conculcar con los misterios del libro abreva en la rapsodia de la música (el poema, entonces, deviene canción y la letra se escancia en una nota) para luego ceñir una imagen que nos apremia (donde el trazo de la grafía que forma la vocal se exulta con el garabato que evoca la abstracción de la idea). 

    La palabra, en este sentido, se contrapone a su institucionalización[2] ya que, como el agua que poco a poco horada la piedra hasta resquebrajarla, remueve los cimientos de cada una de las concepciones que esta deroga caprichosamente. Su naturaleza, ante todo, la obliga a oponerse a cualquier emblema que la restrinja, debido a que en su denodada moción reivindica una individuación que se hace eco de toda aseveración que se realiza a conciencia y que pondera en la balanza del juicio correcto una adecuada observación.

    La palabra, por ende, es la necesaria voz que se sobrepone a los etiquetamientos de los roles que subsumen la individuación de la expresión propia, puesto a que los discute hasta mostrarlos como lo que realmente son: creaciones humanas tan cuestionables como las sinrazones a las que se aferran los niños para obtener algo que anhelan. Tal vez, por este motivo, sea hoy necesario, como en ningún otro momento lo fue, recordar toda la fuerza que reside en ella, precisamente hoy cuando las mistificaciones a las que nos exponen los medios de comunicación crean la ilusión de que aceptando los roles que proponen seremos dichosos sin antes habernos preguntado primero: ¿qué es lo que realmente nosotros queremos?



[1] Entendamos por estos a los reinos del saber (la filosofía, la historia, la literatura, la antropología, la sociología e, incluso, la psicología) que celosamente la reclaman para socavarla como un privilegio, en lugar de reivindicar para ella el arbitrio de su innegable libertad.

[2] Los géneros literarios, por ejemplo, han creído encontrar en una suerte de combinatoria de temas, motivos una valla para contener el natural decurso de la palabra atribuyéndole una forma. Así, muchas veces se habla de la fantasía para englobar un fenómeno que, no obstante, menoscaba las particularidades de una enunciación que no cuadra en los parámetros de la categoría dada.

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