martes, 14 de febrero de 2017

FINAL DE JUEGO - CONCLUSIÓN


El final se anuncia cuando se reúnen los suficientes elementos para poder recapitular las incógnitas del principio, pero, en el caso de este libro, engorroso, intrincado, enrevesado, tal recapitulación deja la sensación de haber reunido tan solo algunos fragmentos que, si bien pueden ensamblarse, si bien pueden formar parte de algo más grande que su egoísta individualización, permitirán, de todos modos, que se vea el artificio del ensamble y la costura que suturó la distancia que los volvía irreconciliables. Porque FINAL DE JUEGO, es un libro que se resiste, desde la primera hasta la última página, a ser aseverado o a formar parte de una lectura que pretenda clausurarlo, dejando, incluso, en el relevo de datos más minucioso, meticuloso o exhaustivo, incontables espacios blancos que resultan incapaces de vincularse a menos que se reconozca que se ha participado en una construcción, esto es, en una lectura que reescribe, en parte o en su totalidad, las coordenadas del libro original.
    Esta resistencia, esta negación que se asemeja a una insurrección de la letra y de lo que se puede contar a partir de ella, permeará, de hecho, toda la obra de JULIO CORTÁZAR, provocando que sus textos se encuentren siempre a punto de ser incomprendidos o, lo que es lo mismo, al borde de su legibilidad. Sin embargo, esta resistencia o negación no es exclusiva de CORTÁZAR, tampoco un descubrimiento propio de su rol como escritor al cuestionar la mecanización del proceso creativo, sino, más bien, una marca propia de la turbulenta época de las vanguardias, a las que admiró con profundo respeto y cuyas premisas solían redundar en atentar contra todos los medios usuales, asentados y reconocidos de hacer arte y, en definitiva, de entender el arte y lo que merece ser considerado como tal.
    Las vanguardias, de hecho, en sus inicios tuvieron un eje programático desde el cual trabajar y objetivos muy claros que se deberían cumplimentar en lapsos de tiempo definidos, y aunque muchos de éstos resultaran exagerados o extremadamente ambiciosos para los jóvenes pioneros que las integraban y que recién incursionaban en el oficio del artista y en un campo que todavía no estaba preparado para recibirlos con los brazos abiertos, no cejaron por ello en sus empeños, ni dejaron de creer en que su intervención era necesaria para devolverle al arte algo que había perdido: su vitalidad. Porque, el enemigo que se alzaba por encima del horizonte, el enemigo que se había entroncado en el poder y había conseguido legitimar sus prácticas y, en consecuencia, establecerlas como valiosas, meritorios o prestigiosas, tenía un nombre (la tradición) y representantes (los académicos, los grandes maestros, los clásicos universales) que habían, también, establecido una consigna excluyente para hacer arte y reconocerlo: la forma.
    No es casual, en este sentido, que muchos de los poetas que escribieron durante las tres primeras décadas del siglo XX, hayan cultivado una poesía que prescindía de la rima, el ritmo o la estructura, ni que alteraran los tropos de las tradicionales figuras poéticas para dar cuenta de una nueva experiencia que los reclamaba: la modernidad. En otras palabras, los escritores que participaron en los movimientos de vanguardia o que coquetearon en mayor o menor medida con algunos de ellos, trabajaron, también, desde una consigna a la que se apegaron con ofuscamiento y por la cual estaban dispuestos a sacrificar su propio lugar dentro del posicionamiento que debatía el diálogo entre la cultura legítima y la cultura de masas, pues, en aquel momento, sólo se atribuía a la primera el estatuto de reunir las condiciones necesarias para ser considerada verdadera cultura. Por lo tanto, el escritor que quedaba fuera de la canonización que se realizaba dentro del tufillo de la academia o de lo que, en pocas palabras, puede definirse como la cultura letrada de aquella época, no era reconocido como escritor, ni como un intelectual competente para expedirse u opinar sobre determinados temas, sobre todo si lo que tenía que decir resultaba hiriente para los escritores que se habían consagrado en la canonización.
    CORTÁZAR, no obstante, no participó activamente en ninguno de los movimientos de vanguardia de su época, pues sus intereses se dirigían, más bien, a no sentar ninguna posición que pudiera restringirlo en sus posibilidades como escritor y como intelectual; incluso, en la abierta simpatía que mostró por la REVOLUCIÓN CUBANA, supo zanjar el asunto desde una cierta indefinición y ambigüedad que le proporcionaron más libertad que a otros intelectuales que, en cambio, se comprometieron con ella y obedecieron cada una de sus consignas de manera ciega u obtusa. Porque, CORTÁZAR, desde sus comienzos, más precarios y más rudimentarios, entendió, que un verdadero cambio sólo se puede orquestar a través de una transformación cultural, una transformación donde todas las construcciones asentadas y arraigadas por la tradición, se cambiarán por resultar injustas o ineficaces para explicar el presente del ser humano y su devenir en el futuro de la historia, y que, desde ningún motivo o argumento que se presuma lógico, la violencia puede justificarse como medio adecuado para conseguir esa transformación.
    Este descubrimiento precoz y prematuro, aunque algo inmaduro para su esbozo y aplicación durante la primera etapa de su producción escrituraria, CORTÁZAR lo pondrá en práctica hasta conseguir refinarlo. Por lo tanto, sus primeros libros deben considerarse como un ensayo de algo que va a venir después, de algo que comienza a cristalizar, aunque aún no del todo, en una de sus novelas más acabadas y decididamente vanguardistas: RAYUELA. Pero, es cierto, que RAYUELA no se podría haber escrito si antes no se producía un hiato en la experiencia de CORTÁZAR, es decir, si CORTÁZAR no se permitía, como decía más arriba, practicar para poder corregirse y poder perfeccionar su modo de narrar y, en esta pretensión, conseguir delinear los rasgos de un estilo único e inconfundible.
    Muchas de las marcas de este estilo, curiosamente, ya aparecen en FINAL DE JUEGO. Entre ellas, cabe destacar:

    -LAS LARGAS ORACIONES QUE ENTORPECEN LA LECTURA FLUIDA
    -LA DELIBERADA ALTERACIÓN DEL SINTAGMA PARA CREAR BELLEZA O POETIZAR
    -EL  CAMBIO IMPREVISTO DEL PUNTO DE VISTA PARA DESORIENTAR AL LECTOR
    -LA CONFUSIÓN DE VOCES EN EL NARRADOR
    -LA SOBREIMPRESIÓN DE UNA EXPERIENCIA ANÓMALA EN UNA EXPERIENCIA COTIDIANA, O EL DESLIZAMIENTO DE UN ORDEN DESCONOCIDO EN EL ORDEN CONOCIDO HASTA EL MOMENTO

    Se vuelve, a partir de esta reposición temática, a partir de este escueto punteo que recoge la esencia de FINAL DE JUEGO, tal vez más claro, por qué el principio organizador de la poética de CORTÁZAR abreva mucho de las vanguardias y de sus propuestas disruptivas para poder crear cosas nuevas, y por qué, conforme más se ponen en práctica estas novedosas ideas, más se acerca la posibilidad de darle forma a una novela como RAYUELA. Lo cual, una vez más refuerza, la idea de que FINAL DEJUEGO prepara el terreno para el futuro y que mucha de su originalidad se inspira en la necesidad de darle forma a un proyecto, que en concordancia con las vanguardias que lo inspiraron, debía cumplirse más adelante, aunque ese cumplimiento se postergara y aunque solamente en el presente se contara con un borrador o todavía se buscara darle forma a una marca personal: el estilo.
    En resumidas cuentas, por eso es que, leer FINAL DE JUEGO, no sólo nos provee una experiencia singular, sino, al mismo tiempo, una para nada desestimable herramienta o puerta de acceso para descubrir la obra de CORTÁZAR, porque en él, insisto, se encuentra prácticamente todo lo que vendrá después.

domingo, 12 de febrero de 2017

FINAL DE JUEGO - ANÁLISIS VI: LA NOCHE BOCA ARRIBA


La realidad es lo que se opone, por antonomasia, a la ambigüedad del mundo de los sueños, porque la realidad se presenta, a sí misma, como una totalidad. Es decir, la realidad es cognoscible, constatable, comprobable y el sueño, en cambio, ininteligible, hermético o laberíntico. Por este motivo, asociamos la realidad a la aprehensión, a los mecanismos de aprendizaje, a la deducción lógica y a la indagación, mientras que el sueño, en contraposición, se volverá, desde el punto de vista de la razón, un concomitante de la ignorancia, el olvido, la omisión fortuita o la elisión de contenidos relevantes para nuestra información.
    La realidad es lo que es, se podría llegar a afirmar, pero al hacerlo, al limitarse a este axioma se descuidaría que la realidad nunca es mensurable, ni tampoco puede condicionarse por una construcción arbitraria que detente el orgullo de haberla desentrañado. Pues, en la realidad, siempre hay algo que no se procesa, algo que se resiste a nuestra capacidad de discernir o interpretar, y aquello que no se discierne o interpreta es, precisamente, lo que se convierte en objeto de la materia que amansa o amolda el sueño a través de la ambigüedad que lo define y que se reconoce en su lenguaje simbólico y capacidad de desarticular nuestra estructura lógica.
    De este modo, hallamos que, entre el sueño y la realidad, hay una correspondencia, en lugar de una oposición. Y es que, esta conjunción que se forma a partir de la amalgama de la experiencia de la vigilia y su elaboración simbólica crea una paradoja, pues para poder aseverar aquello que no se procesa desde la realidad, la conjunción debe convertirse, en irrealidad, solventando, al mismo tiempo, una relación donde el símbolo se inspira o se deduce de un elemento prosaico y, en consecuencia, real, concreto o innegable para la decodificación que se realiza al intentar aseverarlo.
    Pero, este elemento prosaico, este elemento tripartito por la necesidad de ser real, concreto e innegable, nunca se revelará fácilmente al soñante, debido a que suele aparecer camuflado o travestido por el ropaje simbólico que le otorga el sueño y por el enigma que éste relega al arbitrio de la razón del soñante, así como a su poder de interpretación para esclarecer aquello que, deliberadamente, se ocultó o se disimuló; ya que, en los sueños, al igual que ocurre dentro del lenguaje visual que se desarrolló para las películas, hay focos de atención, lugares donde se llama nuestra atención y detalles que se intentan remarcar desde la reiteración o repetición de elementos que se volverán o no cruciales para sostener cualquier interpretación.


SUEÑO – REALIDAD / REALIDAD -SUEÑO

    Pero, si en los sueños nada se desecha y todo es posible, ya que todo puede ser representado, ya que todo puede ser tergiversado o reelaborado por un símil que suplante lo real o su remanente, cabe preguntarnos: ¿cuál es la especificidad que reviste el lenguaje del sueño para comunicarnos algo?; sobre todo si aplicamos su principio disruptor como herramienta auxiliar de análisis para pensar el lenguaje literario y la crítica que se realiza a partir de su indagación.
    En principio, es posible ubicarlo en el rol que tuvo en la propulsión de las artes plásticas o en el cambio de paradigma que se cimentó dentro de la representación pictórica en general cuando se abandonó la representación figurativa, pues fue gracias a la vinculación con él de las vanguardias que acompañaron los primeros procesos de modernización que tuvieron lugar durante las primeras décadas del siglo XX, que el rol del escritor y de su incumbencia en el proceso creativo tuvieron la oportunidad de cuestionarse y, en consecuencia, cambiarse.
    Se debe, en efecto, aunque no sea el único caso, ni la única contribución decisiva, al papel del SURREALISMO, gran parte de la injerencia que los escritores realizarán en el mundo de los sueños y en la hipótesis de que la realidad es su continuación o envés, para narrar historias dislocadas, descalabradas o, incluso, desquiciadas que, no obstante, no abandonarán la idea de contribuir a dar una peculiar visión e interpretación del mundo.
    JULIO CORTÁZAR, imbuido hasta la médula en este proceso desacralizador de la tradición y sus modestas costumbres, reconociéndose a sí mismo como un impostador de los grandes maestros y su cuestionable mesura para narrar con decoro, realizará una experiencia análoga a través de una de las prácticas escriturarias más polémicas que definió uno de los grandes maestros de aquella época: ANDRÉ BRETON.
    En la escritura bretoniana, se elide el mecanismo que imparte el raciocinio en, por ejemplo, la corrección, para dar lugar a otro proceso, un proceso que BRETON denominará ESCRITURA AUTOMÁTICA y que se erigirá a partir de liberación del proceso creativo de su mecanización programática. Los vanguardistas que precedieron a BRETON, ya habían dado los primeros pasos liberando a la escritura de su reglamentación, al escribir prescindiendo de las dictámenes impartidos por la GRAMÁTICA, pero, BRETON, da un paso más, debido a que para él la liberación no debe ser solo formal, sino, además, tener un carácter espiritual que puede corroborarse en el momento en que se escribe.
    La ESCRITURA AUTOMÁTICA se homologa con el AUTOMATISMO PSÍQUICO o lo que podría entenderse como el fluir de la conciencia sin ningún tipo de valla o linde, es decir, del fluir de todo aquello que pretende decirse o expresarse, pero sin relegarse, ni atarse a ningún tipo de interrupción que lo formalice para comunicarlo. Porque el sueño nunca se cuestiona a sí mismo su esencia, ni por qué ésta recorre senderos tan intrincados, motivo por el que el escritor, aún menos, puede permitirse tal atropello de la razón cuando ésta decide entrometerse en la escritura y su pretensión de formalizarla a través de reglas que entorpecen la creación.
    Sin embargo, en CORTÁZAR la correspondencia de esta herencia no es tan obvia, ni tan evidente, pues él la agiorna a su estilo proporcionándole su propia impronta. En FINAL DE JUEGO, esta influencia literaria y pictórica aflora a través de oraciones saturadas de adjetivos, adjunciones, coordinantes, comas o subordinantes que permiten dilatarlas hasta convertirlas en improcesables, pues a medida que le extensión se sobredimensiona, se pierde el sentido de la hilación y, en consecuencia, de lo que se estaba contando en la historia. Pero, también lo hace a través de la introducción de descripciones paisajísticas surrealistas, esto es, de descripciones donde la materia del sueño se superpone con la realidad anteriormente descripta. Y, este, en efecto, es el caso de LA NOCHE BOCA ARRIBA, un relato donde no solo continuamente se ejemplifica la confusión entre dos órdenes:

    Y la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado [1].

    Sino, donde, también, se desarrolla la tesis de BRETON, pues el narrador de la LA NOCHE BOCA ARRIBA narra desde la confusión entre la realidad y el sueño, y ese es el lugar desde el cual, tanto para BRETON como para CORTÁZAR, debe narrar un escritor.
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[1] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 127

viernes, 10 de febrero de 2017

FINAL DE JUEGO - ANÁLISIS V: EL RÍO


Se ha dicho, en más de una ocasión, que nuestra vida transcurre en un abrir y cerrar de ojos, y que muchos de los episodios que la definen están hilvanados por una indeterminación irresoluble, pues nunca estamos del todo seguros que la recapitulación de nuestra memoria sea fidedigna a los hechos que acaecieron, ni que su basto archivo no pierda algo de la esencia que, originalmente, definió la experiencia grabada en algunos de sus compartimientos.
    De este modo, al adentrarnos en su irresolución, al sumergirnos en su inconstancia, descubrimos que, en su simiente contingente, la tristeza puede intercambiarse por la alegría, la derrota por la victoria o la frustración por el triunfo. Y, no es de extrañar, por este motivo, que se le atribuya a la memoria la fama de ser tan evanescente como la materia que alimenta el sueño, o voluble como cualquier fantasía que se inculque en la vigilia mientras intentamos lidiar con el mundo manteniendo los ojos bien abiertos. Tampoco, nos debe extrañar, que se le achaque la distinción de jugar con nuestra credulidad y de hostigarnos con un suceso que, en realidad, nunca ocurrió.
    Porque, en la memoria, opera una constante transformación del material que proveyó la experiencia, y una selección funcional a la conservación de nuestra cordura o equilibrio emocional. En otras palabras, de alguna manera, y aunque no seamos conscientes de ello, escogemos qué es preciso recordar y qué es necesario olvidar, pues olvidar no es otra cosa que negar algo que alguna vez existió, y recordar, en cambio, constatarlo, ratificarlo y recuperarlo.
    La conmemoración de fechas trascendentales para una nación, un pueblo, una comunidad o, incluso, una pequeña familia tienen por objeto volver a reavivar algo del espíritu que se destacó en un hecho puntual. No es casual, en este sentido, que los cambios de turno de los representantes de una nación o de cualquier persona que detente un poder que afecte a otros, sea acompañado de una nueva política, una nueva mirada o enfoque y, en consecuencia, una nueva forma de hacer las cosas. Pero, es curioso, que, en ese quehacer novedoso, se incluya, en mayor o menor medida, como asunto de agenda, modificar algo de la historia y de cómo se pretende recordar algo a partir de ella.
    Si extrapolamos esta lección sociológica a la literatura y, en particular, al relato que nos ocupa, descubriremos, inmediatamente, que, en el testimonio que nos ofrece el narrador se oculta algo muy sospechoso, pues nada nos informa éste acerca de por qué su esposa decide poner fin a la relación que los mancomuna, con un acto absurdo: suicidarse. Tampoco nos dice bajo qué circunstancias ocurre esto, porque mientras nos cuenta su versión de la historia todo el tiempo retacea la información pertinente o la disimula, entremezclando apreciaciones personales y antojadizas con hechos puntuales:

    Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos [1].


    Esta manera de proceder rompe con la intimidad de su historia y con el clima que genera al contarla, como si necesitara transmitirla para liberarse de su dolor y su consternación ante un hecho que no puede comprender. Pero, al hacerlo, la convierte en un discurso, un discurso muy elaborado donde se mide qué se dice y cómo se dice aquello que se va a comunicar, porque aquello que se va a comunicar puede ser malinterpretado. En este sentido, la historia fluctúa de un género a otro, pues de la anécdota pasamos abiertamente al testimonio y, cuando esto ocurre, una pregunta se instala: ¿a quién va dirigido ese testimonio en cuestión?
    Porque, las personas que ofrecen un testimonio, generalmente son personas interpeladas por la ley, o personas de las que la ley sospecha. El testimonio, por otra parte se brinda para argumentar, motivo por el cual cabe preguntarse: ¿qué es lo que le puede interesar argumentar a este narrador? En principio, podemos afirmar que intenta probar algo y que ese algo no es otra cosa que su inocencia. Si reparamos de nuevo en la cita, nos daremos cuenta que el retrato que realiza de su esposa deja entrever dos cosas: una cierta tendencia a mentir y una cierta tendencia a convertir todo en una tragedia;  como si sus caprichos o, en el peor de los casos, desvaríos, estuvieran supeditados a una pérdida de la compostura.
    La cordura es lo que, en definitiva, parece desvanecerse en el mismo momento en que esta mujer decide convertir su vida en un anfiteatro, como si hubiera un público ante el cual brindar una función o como si el más insignificante de los detalles: perder un poco de atención o ser ignorada por un momento; se convirtiera en síntoma o propulsor de una descompensación anímica que coquetea con la autodestrucción. Y, esto, en efecto, es lo que el narrador sugiere, mientras, al mismo tiempo, se asegura de pintarse inocente e inimputable, pues él no tenía idea que los juegos teatrales de su mujer, que los intentos de manipularlo a través de un sentimentalismo calcado de una novela romántica, podían hacerse realidad.
    Pero, a contrapelo de la narración y, de una manera muy astuta, JULIO CORTÁZAR complica la situación de su narrador y la diversifica llevándolo hacia otra dirección, hacia una dirección a la que no quería arribar, hacia un lugar donde no quería llegar: el reconocimiento. ¿De qué? Pues, de su culpabilidad, de su latrocinio, de su crimen vergonzoso y aberrante. En los quicios de silencio (lo que se no se dice o se dice no diciéndolo), CORTÁZAR lleva al narrador hacia la confesión involuntaria y hacia la contradicción poética que se da en los personajes que retrata EDGAR ALLAN POE, pues al igual que ellos, la traición opera en el alma y en la pesada carga que sobrellevan al ocultar su crimen [2].
    Conforme avanza en su testimonio, el narrador de CORTÁZAR trastrabilla y la estructura lógica de su narración se descalabra con la intromisión de un elemento onírico:

    Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos [3].

    Por eso es que, en esta lectura que se apoya en la reconstrucción detectivesca, también al estilo que define POE a través del crimen ominoso, el hallazgo accidental, el tropiezo fortuito y el laberinto de la culpa, se reconocerá al culpable y se esclarecerá el crimen, desde una recomposición tangencial y azarosa. Porque, en este juego que abre CORTÁZAR con su interpretación fantástica, se una propone desocultación a medida que la narración hace visible el rostro del culpable y su secreta faena al manejar la treta del discurso.
    Y, CORTÁZAR logra todo esto, imbricando en medio de la vigilia y del sueño, retazos de un recuerdo que se preferiría haber borrado. El agua, los juncos, las burbujas, la orilla, las rocas y el cuerpo desnudo, constituyen ese pasaje que no termina de definirse, pues cuando se pierde la cordura (y es esto y no otra cosa es lo que le ocurre al narrador), inútil resulta pensar en la reposición espacial o temporal o, en una palabra, en la deixis. 
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[1] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 16
[2] Al respecto, se pueden consultar dos cuentos clásicos de este escritor, cuyos esquemas narrativos son muy fidedignos para retratar la idea que retoma CORTÁZAR: EL CORAZÓN DELATOR y EL GATO NEGRO.
[3] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 18

miércoles, 8 de febrero de 2017

FINAL DE JUEGO - ANÁLISIS IV: EL ÍDOLO DE LAS CÍCLADAS


Los celos se originan en el deseo, pero en un deseo que no se puede materializar. Se cela aquello que no se puede poseer, aquello que es intangible y aquello que se convertirá en materia de la ilusión y el desvelo. Y, por este motivo, es que el celo nace o tiene lugar durante los preparativos de la tragedia romántica, pues no hay nada como el desaliento, la frustración o el despecho para alimentar la venganza.
    El martirio de la saeta o el veneno que destilan las palabras, no se destinan a quien se odia, sino a quién se ama o, en su defecto, a lo que ama la persona amada. Los enredos que se suceden en esta última confusión, tienen lugar con la intromisión de un tercero o, si se prefiere, cuando se atribuye a un tercero la culpa de arrebatar el amor que se atesoraba. Entonces, el celo ya no se excusa, ya no se reprime, ya no se oculta, porque ahora el celo no es una mera especulación, no es una broma o un embuste de la imaginación, sino un sentimiento motivado por el rechazo, la exclusión y la repulsión de la persona que se objetualizó a través del amor.
    Cuando esto ocurre, el celo muda su expresión incómoda, su temor al ridículo o su propensión vergonzosa ante la posibilidad de ser descubierto, como si nadie pudiera atestiguar la razón de su aparición o como si nadie quedara prendado por la desfachatez de la conducta que secretamente lo propulsa. Entonces, una mueca de rabia feroz lo surca y lo marca, lo impregna y lo penetra hasta que la amalgama de esta ponzoña gesta una definida idea: la destrucción propia o ajena. Porque aquello que no se puede poseer, aquello que no se puede ser, debe ser destruido, ya que se atribuye solo a la destrucción el poder de cancelar o  interrumpir el deseo, ya que si no existiera lo que se desea, no se sufriría por lo que se desea.
    Y, así se conoce que el celo se apega a la irracionalidad de la destrucción, donde un centelleo de agresiones contraría los fundamentos del amor verdadero: inspirar, edificar, construir. Y, el celo, de este modo, se descubre finalmente como capricho, antojo o desvarío, porque no hay amor en el celo, ni celo en el amor. Por eso se dice que quien cela, nunca en realidad ama, sino que limita, restringe y coarta la libertad de la persona amada, ya que el que cela no reconoce ninguna integridad o libertad en el amor, sino una posesión, como si de un objeto se tratara.

LOS CELOS CORTAZARIANOS

    JULIO CORTÁZAR, en EL ÍDOLO DE LAS CÍCLADAS, escribe acerca de un triángulo, un triángulo amoroso donde alguien ama, alguien es correspondido y alguien es vituperado o rechazado. Pero, la venganza que se origina en el menosprecio del celo de uno de los personajes debe disfrazarse de ritual, de sacrilegio y de impiedad para poder negar una realidad: la frustración que trae consigo el rechazo. En efecto, SOMOZA ama THÉRÈSE, pero THÉRÈSE ama a MORAND y éste, a su vez, a THÉRÈSE:

    Más tarde, cuando Somoza se fue a su tienda llevándose la estatuilla y Thérèse se cansó de estar sola y vino a acostarse, Morand le habló de las ilusiones de Somoza y los dos se preguntaron con amable ironía parisiense si toda la gente del Río de la Plata tendría la imaginación fácil [1].

    En las conversaciones que mantienen los dos amantes, donde el respecto se adelgaza y las buenas formas enmudecen entre los cotilleos de confianza, se filtra el primer elemento de irrealidad que propone CORTÁZAR: la imaginación. SOMOZA es un arqueólogo brillante, pero su predisposición imaginativa lo pierde en el objeto que intenta estudiar: el ídolo de una civilización extinta, cuyos vestigios reverberan a través de un ritual sacrílego; pues, como se sabe, los ciclos antiguos de regeneración de la vida coincidían siempre con los solsticios de primavera o de verano, inaugurando con su llegada una revitalización que exigía, a modo de ofrenda, aunque no en todos los casos, un efluvio igualmente repleto de vida: la sangre.
    Sin embargo, como suele ocurrir en el fantástico, el pasaje hacia la irrealidad encubre, disfraza, camufla o solapa otra cosa. Cuando SOMOZA se entrega a la pesadilla del sacrificio y el sacrificio se convierte en la realidad que desplaza a la realidad que primero se conoció, intercambiando su rol de arqueólogo por el de sacrificante y transformando su impecable lógica en ciego fanatismo, éste tendrá, no obstante, una última oportunidad para enfrentar su vergonzoso conflicto:

    -Si realmente me quieres matar –le gritó Morand, retrocediendo hacia la zona en penumbra–, ¿a qué viene esa mise en scène? Los dos sabemos muy bien que es por Thérèse. ¿Pero de qué te va a servir si no te ha querido ni te querrá nunca? [2]


    La verdad, en su sentido irreductible, estalla en el fantástico y se tensiona a través de la parafernalia de un lenguaje lleno de metáforas y de símbolos, pues la estatuilla, el ídolo no es otra cosa más que una metonimia del amor y de sus posibles extravíos, de sus mieles y sus contrastes, de sus luces y de sus oscuridades. SOMOZA está dispuesto a matar por amor y a negar, en ese mismo acto absurdo, polémico y terrible, que no es amado por THÉRÈSE y que MORAND alguna vez la amó. Pero, en este acto destructor, SOMOZA necesita destruir primero lo que fue, abandonar el ropaje de la racionalidad y entregarse a su instinto animal:

    Enjuto y moreno, Somoza se irguió desnudo bajo la luz del reflector y pareció perderse en la contemplación de un punto del espacio. De la boca entreabierta le caía un hilo de saliva y Morand, dejando precipitadamente el vaso en el suelo, calculó que para llegar a la puerta tendría que engañarlo de alguna manera [3].

    La locura, de este modo, se insinúa como el desvío de la senda correcta del amor, para afianzar una senda donde prospera el rencor y germinan los venenos de la venganza, donde la razón se difumina con un aliento de desesperación y el susurro de la destrucción se transforma en un consejo viable que suplanta el límite de la mesura. Por este motivo, es que, en la transgresión de SOMOZA y en la perversión de su sentimiento, se da un paso decisivo hacia la autodestrucción y hacia la perdición absoluta, pues SOMOZA no solo pierde su dignidad al amar y al negar la posibilidad de que su amor puede no ser correspondido, sino, también, todo rastro de humanidad, algo que, mucho antes, ya advertía Morand al escudriñarlo:

    Era realmente para creer que también él se estaba volviendo imbécil, como si ser arqueólogo no fuera ya bastante [4].

    Pero, MORAND es incapaz de descubrir que, el ídolo, tras su ropaje seductor, tras su misterio embriagador, encubre un principio femenino abismal, siniestro y prohibido, así como una energía reproductora aciaga, perniciosa y poderosa, donde germinar, florecer y gestar se intercambian por sesgar, despojar y arrebatar, y donde la tierra no fructifica a partir del agua que abreva vida, sino con la sangre que la mancilla. Pues, el ídolo siempre fue:

    (…) el ídolo de los orígenes, del primer terror bajo los ritos del tiempo sagrado, del hacha de piedra de las inmolaciones en los altares de las colinas (...) [5].

    Y, su hechizo, su influjo sobrecogedor, de este modo triunfa, porque en ningún momento se ratifica el amor desinteresado y anegado, o lo que, en pocas palabras, se puede entender o definir como un amor sincero, donde se elige libremente a quién amar y se acepta no ser amado al enfrentar las consecuencias del rechazo. Pero, también, porque la pasión que inculca, la pasión que se erige con la posesión egoísta y restrictiva, y con los celos privativos y destructivos, ya se había instalado en el alma de los personajes que triangula CORTÁZAR.
    Por este motivo, en este juego, donde el poseer se confunde con el querer, MORAND se descubrirá a sí mismo, no como una víctima, sino como un victimario, ya que ni él ni THÉRÈSE son realmente inocentes, pues nunca estuvieron dispuestos a responder por la integridad de SOMOZA, ni por su dolor, ni por su pena. Y, tal vez, se deba a este detalle agrio en su persona, a esta grieta en su moral agusanada, que, en el final, no dudará en tomar el hacha y abandonarse en la misma locura que antes aprisionó a SOMOZA, pues, al igual que él, también ama y, por amor, perdió algo de su integridad.
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[1] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 58
[2] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 64
[3] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 63
[4] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 62
[5] Cortázar, Julio. Final del Juego. Madrid: Editora Nacional, 2003, p. 62