lunes, 30 de noviembre de 2015

'The Walking Dead': El hospital y la convalecencia de Rick Grimes


El hospital se convierte en un linde que, al ser franqueado, al traspasarse, o, si se prefiere, al violarse, tal vez, de manera incauta e ingenua, convoca otro orden, un orden sucinto pero abigarrado, un orden conocido pero, al mismo tiempo, completamente inhóspito.
    La tierra baldía aguarda más allá de los muros del hospital, así como los escombros de una catástrofe de proporciones colosales, y la humanidad replegada sobre su progreso, como si involuntariamente retrocediera en el tiempo, desnuda, sin ningún bagaje hipócrita, su verdadera naturaleza.
    El páramo yermo que recorre Rick Grimes, de este modo, metaforiza la ausencia, que no es otra cosa más que la privación, privación de lo que se tuvo y, probablemente, nunca más se pueda volver a obtener. Porque, al igual que en un duelo, la asimilación de la pérdida se instaura como la única posibilidad que permite racionalizar la privación.
    Los seres queridos están presentes o no lo están, pero Rick no puede permitirse dudar, debido a que su anhelo le permite mantener viva la esperanza y no caer en la negación de la privación. En otras palabras, si el mundo se ha convertido en una negación de su fundamento (la vida), la única manera de soportar la existencia es, al menos para Rick, crear una esperanza ilusoria: la del reencuentro o, la del hallazgo, de su familia.
    El recuerdo, de esta manera, se antepone a la realidad, para evocar a la esperanza y para, al mismo tiempo, desterrar a los fantasmas del miedo.


'The Walking Dead': La pesadilla de Rick Grimes


El despertar de Rick Grimes se lleva a cabo a través de una transición: el mundo que conoció se repliega sobre sí mismo, para dar lugar a un descubrimiento. El silencio irrumpe como un quejido, y la mansedumbre de su lamento se convierte en un eco constante. Por doquier, es una misma situación la que se enuncia como el estertor que delata los primeros síntomas de la enfermedad, me refiero al de la de la soledad instaurándose como el único medio de vinculación con el mundo, y al de la nota melancólica que evoca el recuerdo indeleble del mundo que una vez se conoció a través del consuelo de los... ¿afectos?
    Si Rick fue querido o no, no podemos saberlo con certeza, debido a que sólo podemos dar fe del testimonio de una imagen evanescente, donde la familia de Rick se desintegra progresivamente para dejar, en su lugar, la rémora de una muestra de amor desinteresado: acaso, aquél que se reconoce en el lazo que establece la... ¿amistad?
    Shane Walsh, antes de que se consumara la balacera que postra a Rick en una camilla, antes de que la pesadilla se insinuara como la única realidad posible para inteligir el mundo, era el confidente de Rick, y la persona en la que Rick se apoyaba para sortear la tiniebla de su futuro. Todas las preocupaciones que aquejaban a Rick eran refrendadas por el apoyo incondicional de Shane, y por su consejo oportuno; pero, una vez que el mundo se disgrega para mostrar sin excusas su fealdad, Rick tendrá que lidiar con la experiencia desgarradora del vacío, que no es otra cosa que el sinsentido.
    El Rick del pasado es aquél que se había instituido a través de una familia, y aquél que se pensaba, necesariamente, a través de una referencia inevitable a ella. Fue, primero, esposo y, luego, padre; pero, tras el despertar abrupto en el hospital, descubre que no es nada. El mundo le impone el vacío y el vacío se instala como un elemento más del paisaje que recorre: a su diestra halla desolación y, a su siniestra, una metonimia que la confirma. Todo se parece a todo y, al mismo tiempo, a nada. Las calles son las mismas y, al mismo tiempo, no lo son; pero, ¿POR QUÉ?
    En principio, porque están deshabitadas y, esa imagen, imagen del abandono y el menosprecio por la existencia, crea una condición existencial: la errancia. Rick se siente perdido en un mundo que, paradójicamente, conoce, tal vez, demasiado. O, al menos, eso es lo que cree hasta que descubre a los caminantes, que no son más que un remedo fantasmal de lo que una vez fue la humanidad, transformada, ahora, en girones de carne descomponiéndose sobre pliegues de piel reseca a punto de colapsar.
    Si el mundo ha cambiado y se fragua en una pesadilla, eso ocurre solo porque los miedos más profundos del hombre se han materializado en el mundo que, hasta el momento, los exorcizaba. Rick había logrado escapar de la soledad refugiándose en el amor de una mujer, y vencer a la muerte perpetuando su sangre en un heredero que tiene la oportunidad de prolongarla en otro u otros hijos. Sin embargo, apenas despierta Rick descubre que tiene que llorar a una familia que, probablemente, no tenga la oportunidad de volver a ver o abrazar.

jueves, 12 de noviembre de 2015

El desierto es la ciudad: El caso de 'The Walking Dead'


La aventura de Rick Grimes comienza con una negación, porque su descubrimiento, el primer atisbo de luz que recibe luego de haber estado en coma, lo enfrenta a la muerte y, el silencio, incómodo, inquietante, perturbador se instala como la única comunicación que podrá entablar antes de reparar en la transición irremediable del tiempo que perdió y no podrá volver a recuperar jamás.
    Cuando Rick abre los ojos, poco a poco se familiariza con una escena irreconocible: la camilla, la aguja hipodérmica en su brazo, el suero fisiológico, los vendajes que recubren su desafortunada herida y las flores, ahora, marchitas, que le regalara su compañero durante una visita, y que, para su desasosiego, le acompañan como el único recuerdo perdurable de afecto durante su convalecencia.
    Pero, al despertar, Rick también descubre algo más… descubre que está solo y que el mundo que una vez conoció cambió radicalmente. Las calles que recorría, las sonrisas que le devolvían las personas, los niños que veía jugando o correteando por las veredas, los perros que oía ladrando al compás del menor incordio, desaparecieron, como si nunca hubieran existido, o como si la rémora de su recuerdo permaneciera intacta sólo en su memoria, porque, ¿acaso le ha tocado sortear el infortunio de ser el único hombre en pie sobre la tierra?
    Rick no tardará en descubrir que, en realidad no está sólo, que su experiencia de abandono ha sido imaginaria, que no se ha vuelto loco por aferrarse al único remedo de esperanza que le dio sentido a su vida: su mujer y su hijo; y que otras personas, al igual que él, comparten un dolor homólogo ante la pérdida. Sin embargo, en este proceso de descubrimiento, Rick deberá afrontar una realidad igualmente devastadora: la catástrofe no le ha enseñado a las personas a cooperar. Por lo tanto, durante esta nueva aventura que parece no tener fin, Rick deberá enfrentarse no sólo a los caminantes, sino a los hombres que aún persiguen ambiciones de poder.
    En este panorama de desolación, en este panorama de abandono, por este motivo, Rick encarnará una figura que nos conecta con el pasado: el sheriff; y que, asimismo, nos permitirá pensar en un futuro.

El legado del desierto y la reinterpretación de Jorge Luis Borges


¿Qué ocurriría si, de pronto, el hombre se volviera el enemigo del propio hombre? La pregunta no es nueva y, de hecho, se ha intentado responder de diversas maneras. Pero, encubre, un problema de trasfondo enfocado a través de una fórmula dicotómica: la civilización vs la barbarie.
    Una primera aproximación para diferenciar y, por ende, separar a estos términos en constante conflicto, fue la elaboración de un linde imaginario: la frontera. Sin embargo, conforme se le fue dando forma al proyecto civilizador, que debía, necesariamente, emanciparse de la barbarie, que debía, afanosamente, dejar atrás cualquier rastro de su pasado bárbaro; el proyecto parece abandonar sus postulados originales para comenzar a mostrar incoherencias internas.
    Durante el siglo XIX, los intelectuales argentinos que formaron parte de la generación del 37’ (Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento) intentaron demostrar que ningún proyecto civilizador podía sostenerse si se preservaban elementos bárbaros dentro de la civilización. Esa y no otra parece ser la propuesta de Echeverría al escribir El Matadero, un texto, cuya publicación póstuma, nos permite reponer algunos de los entretelones del escenario caldeado al que se enfrentaban estos intelectuales.
    Sarmiento, tal vez más osado o, al menos, un poco despreocupado de la suerte que podía correr desde su exilio voluntario en un país vecino, enfrentará lo que considera el último reducto de la barbarie a través de su Facundo. El nombre del texto sarmientino no es azaroso, ya que responde a la resolución de un interrogante que inquietó, consternó y preocupó a toda su generación: ¿dónde empieza la civilización?, y, no menos importante, ¿dónde termina la barbarie? Para Sarmiento, la figura de Facundo Quiroga resultaba clave para pensar la bifurcación de esta pregunta, porque Quiroga, un caudillo ignorante, bruto, vil y salvaje [1], representaba una contradicción indisoluble: el poder investido con los ropajes de la tara que se intentaba superar, el poder rodeado del elemento que el proyecto civilizador quería extirpar.
    Sin embargo, la figura de Facundo Quiroga, también conocido como El Tigre de los Llanos, un apodo granjeado por los exabruptos de su personalidad volátil, violenta e intempestiva, no era más que una coartada para hablar de otra figura, una figura más oscura, impetuosa y retorcida: Juan Manuel de Rosas. Rosas era, según Sarmiento, un enemigo de la civilización, porque Rosas admitía como una parte integral de su gobierno el sustrato salvaje que se oponía al proyecto civilizador de la nación. Pero, ¿acaso no fue Rosas quien llevó a cabo la primera incursión en el desierto con la campaña que se intituló homónimamente como La Campaña del Desierto?, ¿acaso no fue, también, Rosas quien se opuso a las prerrogativas francesas que estipulaban la excepción del servicio militar a los súbditos provenientes de Francia?
    Sea de un modo u otro, lo cierto es que una vez que Rosas es derrocado, el proyecto civilizador que, parecía haber encontrado su cauce, que parecía haberse librado de los impedimentos que socavaron su propuesta, volvió a dar una muestra de incoherencia interna.
Echeverría, en La Cautiva, un largo poema influenciado por el romanticismo francés y el gótico inglés, ya advertía, tal vez accidentalmente, cuáles eran los peligros que corría el proyecto civilizador, y cómo el hombre civilizado podía fácilmente convertirse en bárbaro si era partícipe de los mismos actos que se denunciaban en el bárbaro. En otras palabras, Echeverría, se había dado cuenta, inconscientemente o involuntariamente, que la separación entre la civilización y la barbarie no sería tan fácil.
    Muchos años después, Jorge Luis Borges confirmará esta sospecha echeverriana invirtiendo el gesto descriptivo que utilizó el propio Echeverría para caracterizar y, al mismo tiempo definir, al indio, utilizando el ropaje funeralicio de la estética gótica. En Historia del guerrero y la cautiva, Borges, confirmará lo que en Echeverría se insinuaba desde la intuición colocando a una mujer blanca bebiendo sangre de una yegua.
    De aquí en adelante, esta confusión se extenderá o, mejor dicho, se volverá a contar a través de otros autores que, siguiendo la hipótesis borgeana, socavaran el triunfo del proyecto civilizador denunciando que la civilización, en realidad, nunca fue alcanzada.



[1] Bueno, al menos esta es la imagen que intenta y, de hecho, se esfuerza en construir Sarmiento con sus descripciones ampulosas, que abundan y redundan en adjetivaciones grandilocuentes.

La lección de Marco Tulio Cicerón


De acuerdo con la filosofía de la antigua Roma, al menos la que nos lega el orador Marco Tulio Cicerón en sus escritos, el hombre solamente puede servir a su pueblo cuando es la cabeza la que gobierna el cuerpo, y no el cuerpo a la cabeza. El hombre, para Cicerón, debe preservarse de los impulsos del instinto, porque el hombre no es un animal, sino un ser racional, un ser que es capaz de pensar y, por lo tanto, de frenar el instinto que pierde irremisiblemente al animal.
    Los animales se rigen por el instinto, pero el hombre impone un orden y, a través de él, conquista el instinto. Sin embargo, a lo largo de la historia ese instinto necesitó proyectarse en un enemigo, un enemigo que ofreciera el reflejo distorsionado de la imagen a la que se aspiraba y del modelo del que ningún hombre debía desviarse, para su bien, y el de su pueblo.
    Para los romanos, ese reflejo distorsionado lo ofrecieron, en principio, los pueblos germanos, los bárbaros, que era el término predilecto que se usaba para definirlos mientras se conversaba entre los tribunos, senadores o cónsules. Sin embargo, luego hubo más bárbaros para Roma, una Roma que llegó a pensarse como la luz del mundo, una Roma que desterró de sí todo lo que no fuera Roma.
    Sin embargo, esta intolerancia no fue exclusiva de Roma ni de los imperios que aspiraron a realizar una conquista homóloga a la de Roma. Para fines del siglo XIX, la hallamos de nuevo presente en los pueblos que aspiraban a convertirse en una nación. El caso de Argentina, en este sentido, resulta particularmente significativo, debido a que comparte junto con uno de sus modelos de nación, me refiero a EE.UU, su aversión por lo indios. 
    Los indios, antes de su ejecución, antes de la masacre que se llevó a cabo a través de La Campaña del Desierto, fueron condenados y enjuiciados ideológicamente. Los escritos de Esteban Echeverría, sólo por mencionar a uno de los intelectuales latinoamericanos más importantes del siglo XIX, nos ofrecen un buen ejemplo de esta mentalidad. En La Cautiva, Echeverría no dudará en compararlos con vampiros, esto es, no dudará en apelar a una figura que despierta repugnancia y se conecta con lo animal para ofrecernos o, más bien, crear una imagen degrada y repulsiva del indio, el cual aparecerá bebiendo la sangre de las yeguas que degüella.

El significado del desierto


En la literatura el desierto se insinúa como un espacio amenazante. Es el receptáculo de los miedos de la civilización, el espacio donde los anhelos conquistados por sus sacrificios se derrumban.
    El hombre civilizado es aquél que ha renunciado a una parte de sus deseos, hedónicos, materiales, fiduciarios, en provecho del bienestar colectivo, porque sabe que el delicado equilibrio de la civilización pende siempre de un hilo, cuya tensión o cuestionamiento puede echar por tierra los esfuerzos de su conquista más ambiciosa: la sociedad.
    Por este motivo, durante la fundación de las primeras ciudades fue importante demarcar, aunque sea imaginariamente, una línea divisoria que separara a la sociedad de las amenazas que la rodeaban, que separara a la civilización del consabido concepto que pululó a lo largo de todo el siglo XIX como un rótulo: la barbarie.
    Esa línea divisoria se conoció como la frontera y, aunque ningún coetáneo de aquél siglo pudiera explicar de manera acabada qué era exactamente o cuáles eran sus alcances, todos sabían muy bien qué era lo que ocurría al otro lado de ella o, al menos, con lo que podían encontrarse: ¿el horror?, ¿la depravación?, ¿lo monstruoso?
    Los poetas románticos, se cansaron de evocar al desierto como un espacio donde se daba rienda suelta a los deseos más bajos del hombre o, lo que es lo mismo, donde el hombre perdía lo que, esencialmente, lo hacía hombre: su pertrechada humanidad. De esta manera, lograban demarcar una diferencia sustancial entre el hombre civilizado y el hombre barbarizado, entre la razón que guiaba al primero y el instinto rastrero que gobernaba al segundo.


    Mientras el hombre civilizado era iluminado por el intelecto, que es una de las manifestaciones de la razón o el logos, si se prefiere el término oriundo del mundo griego, el hombre barbarizado se perdía en los impulsos de su pasión, la cual conforma la base del instinto y, por lo tanto, del componente animal que asocia al hombre con la naturaleza.
    El hombre al salir de la naturaleza crea una naturaleza artificial: la ciudad; y en ella se refugia para protegerse de su estadio anterior. De manera homóloga, el linde imaginario de la frontera le ofrece al hombre una garantía para mantener su ser social a salvo, para preservarse a sí mismo de sí mismo o, lo que es lo mismo, de lo que puede llegar a ser o convertirse si no se cuida de los arrebatos de la pasión.