jueves, 12 de noviembre de 2015

La lección de Marco Tulio Cicerón


De acuerdo con la filosofía de la antigua Roma, al menos la que nos lega el orador Marco Tulio Cicerón en sus escritos, el hombre solamente puede servir a su pueblo cuando es la cabeza la que gobierna el cuerpo, y no el cuerpo a la cabeza. El hombre, para Cicerón, debe preservarse de los impulsos del instinto, porque el hombre no es un animal, sino un ser racional, un ser que es capaz de pensar y, por lo tanto, de frenar el instinto que pierde irremisiblemente al animal.
    Los animales se rigen por el instinto, pero el hombre impone un orden y, a través de él, conquista el instinto. Sin embargo, a lo largo de la historia ese instinto necesitó proyectarse en un enemigo, un enemigo que ofreciera el reflejo distorsionado de la imagen a la que se aspiraba y del modelo del que ningún hombre debía desviarse, para su bien, y el de su pueblo.
    Para los romanos, ese reflejo distorsionado lo ofrecieron, en principio, los pueblos germanos, los bárbaros, que era el término predilecto que se usaba para definirlos mientras se conversaba entre los tribunos, senadores o cónsules. Sin embargo, luego hubo más bárbaros para Roma, una Roma que llegó a pensarse como la luz del mundo, una Roma que desterró de sí todo lo que no fuera Roma.
    Sin embargo, esta intolerancia no fue exclusiva de Roma ni de los imperios que aspiraron a realizar una conquista homóloga a la de Roma. Para fines del siglo XIX, la hallamos de nuevo presente en los pueblos que aspiraban a convertirse en una nación. El caso de Argentina, en este sentido, resulta particularmente significativo, debido a que comparte junto con uno de sus modelos de nación, me refiero a EE.UU, su aversión por lo indios. 
    Los indios, antes de su ejecución, antes de la masacre que se llevó a cabo a través de La Campaña del Desierto, fueron condenados y enjuiciados ideológicamente. Los escritos de Esteban Echeverría, sólo por mencionar a uno de los intelectuales latinoamericanos más importantes del siglo XIX, nos ofrecen un buen ejemplo de esta mentalidad. En La Cautiva, Echeverría no dudará en compararlos con vampiros, esto es, no dudará en apelar a una figura que despierta repugnancia y se conecta con lo animal para ofrecernos o, más bien, crear una imagen degrada y repulsiva del indio, el cual aparecerá bebiendo la sangre de las yeguas que degüella.

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