sábado, 12 de diciembre de 2015

La estética gótica clásica: el caso de Edgar Allan Poe


La estética gótica, al menos en su vertiente clásica, trabaja con la emoción que se insinúa pero es incapaz de confesarse, con la sensación que aflora pero se contiene, con el sentimiento que se desprende como un susurro pero inmediatamente se socaba con un silencio imperecedero. La constricción se impone por encima del deseo, el cual se relega al espacio que circunda a los personajes, al paisaje que bramará, a través de un eco, lo que los labios de los personajes callan para… ¿no sufrir?, ¿no arrepentirse?, ¿no avergonzarse?
    El típico personaje gótico es un ser angustiado por la imposición de un acto de represión, donde el deseo se despliega en el enser, el amoblado, el decorado, esto es, donde el deseo se transfiere al objeto, único testigo de la pulsión negada. Pero, el objeto, es apenas una resonancia de la mutilación que se lleva a cabo en el acto de represión, pues por encima de él se alza una presencia opresiva y agobiante: la del paisaje.
    Es, en efecto, el paisaje donde se concentra la mayor parte de la carga emocional, donde la lectura sufre un giro inesperado, debido a que, por un momento, abandonamos la desventura de los personajes, para concentrarnos en los pormenores del espacio que los cerca. Este desplazamiento súbito de la atención reconoce dos grandes momentos, que, respectivamente, establecen una tensión entre el afuera y el adentro.
    En La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe, por ejemplo, el narrador-personaje nos informa de una experiencia bipartita, pues el terreno pantanoso que rodea a la propiedad de su amigo, con su vegetación estéril y marchita, convoca las vicisitudes de una atmósfera opresiva, mientras el interior de ésta, sumido en la inquietante mansedumbre de una mortaja, elabora un duelo cargado de melancolía donde la tristeza se desborda con la lágrima. En otras palabras, Poe trabaja con dos conceptos a través del decorado: el peligro y la muerte; mientras su narrador-personaje realiza una transición a través de la tensión expuesta, a saber, la que lo lleva a ignorar la advertencia del peligro para adentrarse en el peligro propiamente dicho.

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