SÁEZ retrata la miseria del argentino promedio, del argentino que trabaja pero su trabajo no le devuelve nada a cambio, acaso porque el trabajo de por sí no puede realizarlo como un ser humano o, lo que es lo mismo, no puede devolverle la humanidad que se le extirpó a lo largo de las sucesivas socializaciones que reforzaron la idea de que no hay futuro para él. Pero, ¿en dónde?; pues en la ARGENTINA, nos respondería sin lugar a dudas SÁEZ, o ¿acaso el lector piensa que puede contrarrestarse fácilmente el camino hollado por la enfermedad con la que nos roe su pernicioso CÁNCER?
Para SÁEZ se trabaja (o se vive, si buscamos un término equivalente a la detracción o sinsentido del trabajo) por NADA, ya que la NADA es el único destino que aguarda tras la eclosión del tumor que crece de manera prodigiosa pero silenciosa dentro del organismo famélico de la patria. En otras palabras, nacemos sólo para morir, pues conforme nuestra vida avanza cavamos la fosa de nuestra propia tumba o, lo que es peor, la de nuestros semejantes. La homología de esta relación es sencilla: el hombre, que es ponzoña, crea las condiciones de su propia destrucción. Por eso envenena la tierra, por eso destruye la misma familia que construyó, pero ¿qué otra cosa podría pedírsele a un tumor?
La mirada de SÁEZ, como se habrá advertido, es una mirada putrefacta, una mirada vaciada de cualquier esperanza y, por este mismo motivo, shakespeareana. Recuerda, de hecho, la declaración desencantada de HAMLET:
¡Ojalá que esta carne tan firme, tan sólida,
se fundiera hecha rocío,
o el Eterno no hubiera promulgado
una ley contra el suicidio! ¡Ah, Dios, Dios,
quéenojosos, rancios, inútiles e inertes
me parecen los hábitos del mundo!
¡Me repugna! Es un jardín sin cuidar,
echado a perder: invadido hasta los bordes
por hierbas infectas [1].
En efecto, si buscáramos un símil para el jardín infecto del que nos habla SHAKESPEARE, lo reconoceríamos rápidamente en la congruente filiación astrológica que pergeña SÁEZ, una filiación que se reconoce, primero, en BUENOS AIRES, debido a que BUENOS AIRES sintetiza (o concentra, si se prefiere el término hirsuto que referencia al de compuesto) lo peor de la enfermedad que carcome la ARGENTINA. Lo cual, a su vez, se hace eco de otra idea que desfila por las páginas de LA CIUDAD DEL CANGREJO: la de que la historia se contó mal, porque se escogió mal el centro (BUENOS AIRES) desde donde contarla; y, en consecuencia, se malogró el destino de toda la NACIÓN, puesto a que escoger a BUENOS AIRES significó escoger a la enfermedad.
No nos debe extrañar, por este motivo, que uno de los personajes que se convierte en blanco de la crítica ácida de SÁEZ sea el porteño, ya que su protagonismo histórico (aunque infundado y hasta pareciera inmerecido) lo delata como un actor, entre otras cosas, discriminador del provinciano, muchas veces inocente o incauto ante la sagacidad del porteño, quien lo aventaja no sólo en astucia, sino, también, en mañas. Es decir, en la lucha por la vida [2], el porteño parece más apto y menos escrupuloso que el provinciano, ya que no tiene ningún inconveniente en mentir o en recurrir a tretas para aprovecharse de las personas que no toman los debidos recaudos para prevenir o anteponerse a sus ataques arteros.
En este sentido, la idea de BUENOS AIRES como centro, se corresponde con la negación que realiza el porteño del provinciano o del hombre que vive en la provincia, ya que el porteño se reconoce por su particular relación con la CAPITAL o centro entre los centros de actividad [3], debido a que lo demás con respecto a ella se define como el resto y, precisamente por ese motivo, como NADA. De este modo, enfrascado en su posición burguesa, pero, también hipócrita en tanto se finge o aparenta no ser lo que se execra (lo mediocre o la mediocridad), el porteño se perfila como el espécimen que define por excelencia las bases del CÁNCER al actuar como uno de los principales agentes que lo produce.
En otras palabras, para SÁEZ el porteño es una célula cancerígena que dinamita cualquier posibilidad de progreso. Lo cual, lleva a sostener otra lectura polémica: la de que la CAPITAL es el atraso y no el futuro de la NACIÓN. Pero lo es, en tanto se enquista en su posición irreductible: la del pequeño burgués que contempla ensimismado su ombligo en lugar de proyectarse más allá de él. Por este motivo, para SÁEZ la mirada del porteño es corta y estrecha, porque, igualmente, corto y estrecho es el mundo que perfila su egoísmo, un egoísmo que no es más que el reflejo de una tara histórica: la de BUENOS AIRES siendo incapaz de reconciliarse con el resto de las provincias y reconocerlas como parte integrante (y fundante) de la NACIÓN.
En LA CIUDAD DEL CANGREJO [4], entonces, SÁEZ relee la historia de una deuda y la problematización de su continuidad a través de la marginación, para poder explicarse y explicarle a su lector por qué la NACIÓN idolatró una provincia y un modelo de cultura que condujo a su país al desastre. SÁEZ, en este sentido, convoca para sus páginas el estado de atraso de un país que se define por el envés o revés de toda lógica, o lo que es lo mismo, por la antinomia a todo sistema racional. En principio, porque ha escogido para su destino una irreversible enfermedad: el CÁNCER.
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[1] Shakespeare, William. Hamlet. Buenos Aires: Planeta, 2016, p. 69
[2] En el sentido en el que fallecido psiquiatra y sociólogo JOSÉ INGENIEROS define este concepto, a saber, como una puja despiadada por permanecer, puja que admite, desde la óptica amoral del transgresor, la utilización de los recursos más bajos.
[3] Sí, de actividad pero, también, de reconocimiento, debido a que el valor de la CAPITAL se insume a través del manejo de un capital simbólico que se evalúa a través de lo prestigioso.
[4] Pero, también, en muchos de los textos que prefiguran su paisaje desolador.
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