viernes, 30 de enero de 2015

El canto solitario de la modernidad



Tras escindirse de su función ritual y vaciarse del acervo cultural que custodiaba, la palabra deviene instrumento de la poesía para convertirse en un canto aislado: el eco de una melodía que resuena en una composición que ya no convoca al pasado. Se trata de un canto que  paradójicamente no es un canto, pues ya no se lo celebra, ya no se lo transmite, ya no interpela al público, sino que se relega al lector y a su silencio, a su intimidad y a su soledad.
    En la modernidad se lee desde el aislamiento, con pereza, sopor y abatimiento. El lector moderno nunca transgrede el silencio, porque necesita del silencio para poder leer, y el silencio es el único que fragua una mediación con la palabra y, en esa mediación, se rompe con el legado de la música, con la posibilidad de recomponer el todo (su pasado, su herencia, su legado, su historia).
    La palabra que se lee ya no se pronuncia, ya no se vocifera, porque la palabra ya no es un canto que religa, une o mancomuna con el pasado, ya que el sujeto moderno es un sujeto que no tiene pasado o, al menos, prescinde de él. En la modernidad el tiempo que rige es el presente, como un vector con miras a una sola dirección, el futuro, el mañana y nada más.
    Excepcionalmente, habrá lectores cultos que preserven un eco de su música, un resto de su función originaria, un atisbo de su legado. Pero siempre se tratará de casos aislados e igualmente alienados (separados, soslayados, emancipados, exiliados, los unos de los otros, los otros de los unos) como igualmente lo está la sociedad: fragmentada en un derrotero de piezas que no se mancomunan para formar un todo, el todo al que se apelaba desde la música.
    El todo que la palabra y la música congregaban desde el pasado mítico con sus monstruos, sus héroes, sus hazañas, sus triunfos, se pierde en un olvido que permanece latente, como un recuerdo del que se vuelve a hacer acopio, pero que es precisamente eso, solo un recuerdo, el fantasma a través del que se reconoce la forma de una vida, pero que no es la vida en sí, solo su reflejo opaco.
    Incluso, la otra forma literaria que se vuelve popular con la modernidad, la novela, nos habla de esta pérdida, pues en ella ya no se retratan las aventuras de un héroe comunitario, de un héroe que se sacrifica por el bien común, sino de un héroe egoísta y solitario, desinteresado del resto de sus semejantes, volcado de lleno en las miras de sus propios intereses.

miércoles, 28 de enero de 2015

El Bardo: un puente entre la música y las palabras


El bardo es un personaje medieval que irrumpe en la escena de la historia para convertirse en su testamento, en su más fiel transmisor a través de los avatares que sorteaba al desplazarse de un pueblo a otro: los atracos de los robos, las inclemencias del clima, los escasos recursos monetarios, la angustia del hambre e, incluso, la amenaza de animales despiadados como los lobos.
    Asimismo, al aventurarse dentro de las puertas de un nuevo reino el bardo debía lidiar con el temperamento de los pobladores, quienes según las inclinaciones de su humor podían mostrarse a un mismo tiempo predispuestos a oír su historia para luego mostrar su desenfado o enojo ante el canto del bardo, a quién para evitar la furia de la turba le convenía volver sobre sus propias huellas a menos que quisiera recibir una tunda.
    La errancia y el vagabundeo, de este modo, se convirtieron en las dos constantes que acompañaron al bardo a lo largo de todas sus caminatas solitarias, como si conformaran la silueta torva de su propia sombra, la amalgama necesaria de su sino, o como si el falló inequívoco de una suerte adversa se asomara siempre por encima de su horizonte: aquél que lo destinaba a labrar las pedregosas notas de un canto reacio a ser recibido por la hueste de sus semejantes.
    Pero a pesar de estos inconvenientes u obstáculos, el bardo siempre se las arreglaba para dejar testimonio de su presencia, volviendo a recitar con palabras dulces las historias de antaño y convirtiendo la palabra y la música en un correlato indispensable por el que los efluvios de las leyendas, los mitos u otras tradiciones volvían a emerger con toda su fuerza.
    En el bardo se conjugaba…

lunes, 26 de enero de 2015

Las melodías orales del medioevo



En el medioevo la palabra escrita no guardaba el mismo hábito que el monje que tenía acceso a ella, pues descansaba en el papel para adquirir luego vida en la lengua, en el sonido que profería la voz que la pronunciaba en alto para romper con el silencio y hacer de la soledad una compañía figurada. 
Se trata de un momento histórico donde la palabra todavía se degusta, todavía se la saborea, porque se aprecia su sonoridad, esto es, la resonancia de su musicalidad. La lectura, de esto modo, se convertía en una suerte de puesta en escena, en una remembranza de las antípodas de su celebración comunal, en una vuelta al pasado que engendro sus primeras formas literarias.
    La idea de la lectura íntima, como un espacio consagrado a la introspección, en cambio, es un invento tardío, propio de la modernidad con su desacralización de los ritos, con su insistencia en volver profano todo rescoldo que el hombre consagraba al mundo del espíritu. La modernidad, en este sentido, prescinde del acicate de la palabra recitada en voz alta, de la palabra sonora como vehículo de comprensión, pues confía en el registro escrito como refugio del saber. Pero, en sus orígenes, ¿ese registro no fue codificado junto con rasgos sonoros?, o, lo que es lo mismo, ¿apelando a su musicalidad?
    Dónde y cuándo comienza la modernidad, o cuántas modernidades hubo - entiéndase el término como una metonimia, un símil de modernización –, no es una pregunta que me interese responder o esté en condiciones de responder ahora, así como tampoco creo que sea la pregunta adecuada para pensar lo que ocurre con la lectura cuando transgrede el espacio del monasterio o la reclusión eclesiástica para plegarse en otros ámbitos como el que le ofrecieron las lenguas romances o vulgares.
    Sin embargo, tal vez sea la creación de la imprenta la que drásticamente cambia la relación del lector con el libro. Es decir, la aparición de una máquina – hablando con laxitud, por supuesto -, la responsable de crear un espacio de lectura diferente, de un espacio de lectura donde la degustación se trastoca por el entretenimiento. Un problema que el egoísmo de las castas no estaba dispuesto a resolver, pues en este momento de la historia el saber se custodiaba celosamente, ya que las castas más bajas de la sociedad no podían acceder a la palabra.



sábado, 24 de enero de 2015

Los orígenes de la literatura y sus vínculos con la música


En sus orígenes la literatura era recitada de manera oral, en largos cantos que conmemoraban los episodios históricos de un pueblo, las trascendentales hazañas de sus héroes imperecederos, los cruciales acontecimientos a los debían su idiosincrasia, así como gran parte de los eventos que le dieron una forma a su cultura. Pero, también, en estos cantos, que eran recitados durante varias horas se evocaban los ritos que un pueblo empleaba para conectarse con otros órdenes, tales como lo sagrado, el mundo de los espíritus o lo etéreo.
    La música que acompañaba a estas recitaciones cumplía un papel fundamental, pues ayudaba a recrear la composición que resguardaba el patrimonio cultural del pueblo, a transmitir las sensaciones que las palabras no lograban comunicar por sí solas, a acercar al público un escenario figurado, distante en el tiempo que, de pronto, se volvía asequible y palpable a través del sonido, como si el estruendo o el fragor de la batalla, por un momento, volvieran a adquirir una dimensión constatable en el espacio.
    Pero la música no solo era un acompañamiento, porque las propias palabras de la composición, en ese primer estadio de la literatura, también eran música: la manera en que las palabras se concatenaban, se combinaban o disponían a lo largo de los cantos creaba sonidos. La epopeya, que es el registro en el que se reconocen los primeros retoques musicales del poema, con sus reglas de composición, con su estructura tan marcada y con sus rasgos nemotécnicos tan importantes para la recitación, una suerte de estribillos remotos, fue la forma literaria que primero recogió a la música como un rasgo indispensable de la literatura.
    La palabra, en ese momento de la historia, estaba dispuesta en una composición para ser recitada, para, expresándolo en su sentido más abarcativo, ser celebrada. El público, en este sentido, literalmente asistía a una fiesta donde cobraba vida el pasado y donde la distancia entre lo imaginado y lo representado se borraba o, al menos, se acortaba. La música era la que lograba unir lo que parecía imposible (la abstracción con lo concreto, la idea evanescente con una imagen o concepto reconocible), pues transportaba al público a una escena de antaño, a un momento remoto en el tiempo, a una parte íntegra de su constitución como pueblo sin movilizarlo, sino apelando a una  lengua que se plegaba sobre la lengua común, me refiero a aquella que expresan las emociones.
    La música fue, por lo tanto, desde las antípodas de la literatura su lenguaje complementario, su codificación necesaria, su expresión insoslayable; el puente y el vehículo de la palabra, la mediación y el vaso comunicante hacia una dimensión inexplorada del hombre: el espíritu.


jueves, 22 de enero de 2015

El 'Eros' en Rodín


Le Baiser (El Beso) es el nombre que quedará finalmente para la escultura que Auguste Rodín intitulo originalmente como Francesca da Rímini, una alusión obvia y transparente del personaje dantezco en que se inspiró, y a través del que mucho antes, el poeta florentino retrató las bondades del amor prohibido, así como sus nefastas consecuencias.
    Francesca da Rímini, en la Divina Comedia, es una figura que nos remite a los desvíos del Eros (el amor), a los deseos de los que quedan prendados los amantes en su aventura amorosa, al momento en el que la pasión se subleva a los dictámenes de la razón para dar rienda suelta a sus caprichos. Francesca se casó con Gianciotto Malatesta de Rímini, pero los ojos de Francesca no tardaron en posarse en los de su hermano menor, Paolo, quien, a su vez, también estaba casado:

    Amor, que no dispensa de amar al que es amado, hizo que me entregara vivamente al placer de que se embriagaba éste, que, (…), no me abandona nunca. Amor nos condujo a la misma muerte [1].

    Se trata de un episodio real, histórico y documentado que tiene un final trágico para los amantes, pues Gianciotto, cuando descubrió el engaño de ambos, decidió poner fin a sus vidas, pero que, por otro lado, y como no ocurre en otros casos, compadece a Dante, quien derrama tristes lágrimas por el destino fatal de los amantes.
    Sin embargo, en la escultura de Rodín no se aprecia esa compasión, pues parece recrear una materia muerta, lánguida y marchita. Los amantes que aparecen en la escultura de Rodín, parecen estar desfalleciendo, como si las  puertas de la muerte se estuvieran a punto de abrir para ellos:


    Y esto probablemente sea así, porque a Rodín le interesa marcar el momento de la consumación de la unión de estos dos amantes, que es el momento donde su suerte se trastoca para siempre, donde la muerte se anuncia en el horizonte como una certeza y donde las puertas del infierno se abren para arrebatarles lo que más anhelan: estar juntos.
    Asimismo, Rodín los coloca encima de una roca, dispuestos de tal forma como si, ellos mismos, fueran una roca, como si su unión hubiera transmutado la carne en una sola o como si formaron un solo ser indivisible e intransferible. Lo cual, hace que el tormento que les aguarda se vuelva aún más despiadado, pues Dante coloca a estos amantes en el círculo infernal de los lujuriosos, donde un torbellino que amaina la furia de sus vientos pero nunca se detiene, impide que los amantes están unidos.
    Probablemente este matiz interpretativo de la composición dantezca haya sido el motivo por el que, el propio Rodín, decidiera retirar a Francesca y a Paolo de La Porte de l’Enfer (La puerta del infierno), temiendo acaso que desentonaran con el tono general de la escultura o que la audacia de su incorporación no sea comprendida por el público.



[1] La cita pertenece al Canto V del Infierno de la Divina Comedia de Dante Alighieri.

martes, 20 de enero de 2015

Las 'Trois Ombres'


Las Trois Ombres (Tres Sombras) ocupan la parte más alta de La Porte de l’Enfer (La puerta del infierno), pero a diferencia de Le Penseur (El Pensador), se presentan a sí mismas como una marca más del estilo de Aguste Rodín, a saber, la de su característico tono exagerado para representar la figura humana, con sus contorsiones imposibles o, al menos, poco probables:



    Mancomunadas por sus manos depuestas unas sobre otras, mientras sus cabezas gachas parecen sumergirse en la misma nada, nos interrogan, no obstante, con un detalle perturbador: la mano derecha amputada de la sombra que yace a la izquierda; acaso, para recordarnos, como sostiene la concepción cristiana de la creación, que el pasaje a la vida se transige a través de una amputación de la carne o, lo que es lo mismo, que la vida se descubre sacrificando algo que es más grande que los apetitos del cuerpo.
    Sin embargo, no quiero decir que las Trois Ombres deban reducirse a esta lectura, sino todo lo contrario, pues a pesar de su aparente transparencia mantienen en velo un enigma (¿por qué tres sombras?) sobre el que se ha dado varias respuestas, más o menos aproximadas, más o menos azarosas, más o menos fidedignas. A pesar de estas inconsistencias, no obstante, rescato una idea que parece guardar cierta coherencia con el espíritu de la composición original, la que nos remite a Adán como la sombra triplicada en la escultura origina de Rodín: los Trois Ombres integrando La Porte de l’Enfer.
    Adán, en el relato mítico de la creación, en lo que se conoce como el primer libro de la Torá, si seguimos a los hebreos, aparece como el pecador original, pues su ansía de conocimiento le lleva a probar el fruto prohibido del paraíso terrenal, de ese predio de tierra inmaculada intitulado como Edén donde, según se nos informa en el Génesis, todo comenzó. Pero, la vida de Adán no acaba en su ofensa, sino que más bien comienza a partir de ella, pues antes estaba ciego (desconocía, ignoraba) a la verdad (su dimensión corpórea y, por lo tanto, su apetencia, su necesidad, su dolor y su miseria): conociendo de ahora en adelante la ciencia del bien y el mal o, lo que es lo mismo, disponiendo de su propio juicio para obrar para bien o para mal, le tocará morar en la tierra (¿una metonimia del infierno?), donde lo primero que hará será trabajar.
    En este nuevo recorrido todo le resulta hostil (contrario, opuesto, repelente, divergente) a Adán, y su cuerpo comienza a sufrir a desgastarse, a encovarse a… en pocas palabras, deformarse. Y, tal vez, ese sea el momento que intenta retratar Dorín, esto es, el de la criatura buscando reencontrarse con su creador (el bien, la fuente, el principio), para abandonar el castigo (¿la prueba?) de la naturaleza (¿el mal?). Pero, si leemos la escultura de esta manera quedaría algo inconcluso, debido a que, desde esta lectura, todavía no se ha respondido una pregunta: ¿por qué aparecen tres sombras?
    Si recordamos que, en su Divina Comedia, Dante Alighieri retrata tres [1] reinos de la existencia: el Infierno, el Purgatorio y el Cielo; podemos apercibirnos que la intención de Rodín probablemente sea recrear de manera simbólica esos tres reinos a través de Adán, debido a que, en su peregrinaje existencial, Adán recorre tres caminos: el de la caída (su Infierno o, si se prefiere, su tormento), el de la penuria (su Purgatorio, esto es, su purificación, su liberación) y el de la salvación (el Cielo, y acaso también, el perdón o el reencuentro).
    Pero, además, hay otro detalle que nos permite inclinarnos por esta lectura: el Adán de la derecha, solo roza la mano de los otros adanes, como si se encontrara separado de estos o, quizás, liberado de los tormentos que afligen a los dos primeros, acaso ¿por qué comienza a vislumbrar el Cielo? Sea así o no, lo cierto es que las Trois Ombres deben leerse integrando La Porte de l’Enfer para descubrir toda la hondura de su propuesta, toda la carga simbólica que su escultor quiso imprimirles en cada cincelada, así como para hacernos eco de su herencia menos obvia: la pagana. Porque, ¿no es su propio nombre una clara referencia al estatuto de existencia [2] que los griegos atribuyeron al Hades?



[1] En realidad son cuatro si contamos el canto que prologa el Infierno, aquél donde Dante aparece perdido en un bosque, esto es, donde aparece perdido dentro de los límites del mundo humano, afligido por los pecados que le impiden volver los ojos al Cielo. Sin embargo, como es un reino que no se desarrolla y que solo se evoca como un eco del resto de los reinos, se suelen contar tres reinos.

[2] Para los antiguos griegos la existencia en el otro mundo era una pálida copia de la existencia en este mundo, una suerte de presencia residual, degradada, torva y deformada. Las sombras de los vivos eran la contracara de la vida, su mofa, pues a las sombras se les privaba de memoria y se les atribuía hábitos inmundos, como bebe sangre, como bien se nos cuenta en la Odisea de Homero.

domingo, 18 de enero de 2015

¿Qué es 'La Porte de l'Enfer'?


La Porte de l'Enfer (La puerta del infierno) que esculpe Auguste Rodín para la Exposición Universal de París [1] de 1889 es una recreación de la puerta del infierno dantezca, y acaso su interpretación plástica más lúcida, al menos, en lo que respecta al acabado de la narración, de la historia que nos cuenta en su entrega final: un conglomerado de almas en pena que inútilmente intentan ascender hacia la luz para burlar los tormentos de los castigos infringidos sobre la carne ulcerada por el pecado.
    En su Divina Comedia [2], Dante Alighieri nos cuenta, en el canto tres del Infierno, cómo habiendo llegado de compañía de su maestro y decoroso guía, Virgilio, que es la representación de la sapiencia, de la inteligencia y del juicio correcto, atisba a distinguir, en los caracteres negros de una enorme puerta, lo siguiente:

    Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada: la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. ¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!

    Con estas palabras el poeta florentino nos introducía en la antesala de los horrores del infierno medieval [3], con sus torturas psicológicas sobre los actos pecaminosos de los hombres pero, también, sobre la irreductible pulsión que anega toda la naturaleza humana: la necesidad de perderse para reencontrarse o, si se prefiere, de regodearse en el fango para luego aspirar a la luz. Y esto es justamente lo que logra interpretar Dorín, pues en La Porte de l'Enfer las almas de los torturados aparecen intentando escapar de su castigo:


    Una materia viscosa parece envolver a las almas de los torturados, como si naufragaran sin esperanza alguna entre las aguas arremolinadas de su propia estulticia, como si intentaran alcanzar algún grado de dignidad buscando llegar al dintel de la puerta, donde la impertérrita figura de Le Penseur (El Pensador) los aguarda meditabundo o, tal vez tan aguijoneante e interrogante como las meditaciones en las que se encuentra sumergido.
    En este sentido, Le Penseur, si nos apegamos a los que nos dice Dante en su Divina Comedia, representaría al paganismo, pero no cualquier parte del paganismo, sino a sus hombres ilustres que no habiendo conocido la fe no tuvieron ocasión de salvarse, pero que por mérito de su razón y obras en vida pudieron librarse de la ignominia de los castigos para caer, en su lugar, en un estadio diferente: el Limbo; que es la región fronteriza del infierno, donde sus centellantes llamas no alcanzan a consumir a sus moradores, una suerte de estado permanente de inmovilidad, pues no se puede progresar como ocurre con las purificaciones de los tormentos del Purgatorio, para las almas de los no bautizados.
    De este modo, La Porte de l'Enfer se presenta a sí misma como una compleja lectura dantezca, como una suerte de mapa que, al recorrerlo nos permite recomponer los fragmentos sueltos de una historia:


    Apilados en un infructuoso ascenso por librarse de sus tormentos, las almas retratadas en La Porte l’Enfer nos vuelven a contar algunas de las peripecias que el poeta florentino supo plasmar con tanta desenvoltura en su obra para retratar algunos de los dilemas de su época, pero prescindiendo de cualquier inscripción, debido a que la historia que nos quiere contar su escultor se encuentra grabada en cada una de las dolientes genuflexiones, contracciones, encorvamientos o estiramientos que realizan las almas torturadas mientras se desgañitan en pidiendo auxilio, esto es, interpelándonos con sus rostros desgarrados por el dolor.



[1] Su realización coincide con el centenario de la Toma de la Bastilla (14 de Julio de 1789), esto es, con la conmemoración del comienzo de la Revolución Francesa. Un siglo tras este episodio singular de la historia parecería inaugurar o, al menos eso se pretendía, un nuevo capítulo en la historia del arte, un momento de renovación y cambio tan revolucionario como la propia Revolución Francesa.

[2] Un clásico de la literatura universal que condensa gran parte de los saberes medievales doctrinales, filosóficos, mitológicos o religiosos así como antiguos, pero, ante todo, una profunda indagación sobre una época llena de luchas (la de los gibelinos enfrentados a los güelfos), intrigas políticas y deslealtades que harán que el poeta encuentre, en la palabra, el mejor medio para dejar testimonio de la derrota de una Italia en la que profundamente creyó y que, lamentablemente, tuvo que ver cómo se desmoronaba.

[3] El imaginario medieval acerca de los reinos etéreos o reinos del espíritu crea una correspondencia inusitada entre el castigo monástico o eclesiástico que regula los apetitos de la carne, mostrando en sus representaciones literarias o pictóricas los crueles tormentos aparatosos, mecánicos, proverbiales y simbólicos que aguardan a los réprobos. En estas representaciones, más allá de las antiquísimas tradiciones orientales que convergen para crear un concepto del infierno como lugar de castigo, con sus subdivisiones en rescoldos llameantes o fríos, se reproduce la maquinaria medieval de tortura empleada por órganos de la Iglesia como la Santa Inquisición, responsable, entre otras cosas, de la quema de brujas.

miércoles, 14 de enero de 2015

Una lectura de 'Le Penseur'


Le Penseur (El Pensador) fue una escultura que Auguste Rodín concibió como una escultura independiente de La Porte de l'Enfer (Las Puertas del Infierno), pero que, sin embargo, terminó formando una parte integral de éstas, entre otras cosas, por su ubicación: Le Penseur se asoma por encima del dintel de La Porte de l’Enfer creando un objeto de reflexión diferente al objeto de reflexión que encarna como escultura independiente.
    En el dintel, Le Penseur, ya no realiza una mirada ensimismada o retrotraída dentro de los escollos del pensamiento, sino una mirada contemplativa sobre la propia esencia humana y los caminos antagónicos de la existencia: placer/dolor, dicha/tristeza, salud/enfermedad, etc. Desde La Porte de l'Enfer, Le Penseur deposita su mirada sobre la urdimbre de la naturaleza para extraer una dolorosa aseveración: en su camino hacia el cielo (la felicidad, la dicha, la paz, el sosiego) todos los hombres se desangran por el espinoso sendero del infierno (la pena, la confusión, la angustia, el dolor).
    Como obra independiente, Le Penseur, en cambio, nos habla del tormentoso ejercicio de la reflexión, pues la escultura desde su postura crea una imperecedera imagen doliente. El hombre que retrata Rodín luce encorvado, con la muñeca retraída sobre el mentón y el codo apoyado en la rodilla opuesta. Es decir, aparece recreando una posición antinatural, como si nos dijera que el pensamiento o la reflexión interna, no son connaturales para el hombre, sino algo que se obtiene con esfuerzo. El pensamiento como facultad que el hombre desarrolla, en la mirada de Rodín se transmuta como el trasunto más claro del dolor, pues para ponerse a pensar el hombre se resiente, se lamenta y se incomoda.
    En este sentido, Le Penseur nos sugiere que una de las dimensiones de la expresión del hombre, de su manifestación sobre el mundo (para apropiárselo, interpretarlo, explicarlo o asimilarlo), llamémosle razón, juicio, raciocinio o, de manera más llana y abarcativa, pensamiento; debe obtenerse con trabajo, esto es, con algo que desgasta al hombre, pues compromete su energía, su bienestar, su salud y, en el peor de los casos, su cordura. Al respecto, tal vez no sea banal recordar que muchas culturas consideran al trabajo como un castigo, debido a que el hombre privado de su gracia original, de su estado de inocencia o, si se prefiere, de su paraíso, ahora debe someterse a las privaciones del trabajo para obtener lo que antes la naturaleza le regalaba abiertamente.
    Tal vez esta manera de leer la escultura de Rodín pueda resultar bastante desalentador en los tiempos que corren, donde todo parece estar al alcance de la mano, donde todo parece haber sido conquistado y ofrecérsenos como si todos entendiéramos lo mismo o habláramos el mismo idioma. Pero aún desde su impostación más burda, como la que ha sufrido de hecho uno de los originales que aún se conservan en Buenos Aires, creo que merece la pena retrucar a la pregunta de: ¿por qué pensar si es tan engorroso, fastidioso o penoso?