sábado, 14 de marzo de 2015

El laurel del poeta Hesíodo


Hesíodo se atribuye a sí mismo el mérito de haber sido escogido por las propias musas para ser distinguido con el laurel que portan los poetas antiguos. Por ende, su Teogonía no solo es el poema que celebra la genealogía de los dioses griegos, sino también el que lo consagra como una voz autorizada para cantar la aventura de su pueblo.
    El laurel le confiere a Hesíodo, además, el bálsamo de su lengua o, si se prefiere, la audacia de su voz, la particular manera que tendrá para expresar la minucia de la historia fuera de la historia, porque, como se sabe, los mitos no pertenecen a la historia, sino a un momento remoto del que se guarda solo un eco en la memoria.
    Pero en el momento en que Hesíodo se emparenta con el mito para justificar su canto, crea un mito que se superpone al mito que desglosa. En otras palabras, la Teogonía no inicia con el ciclo mítico de la antigua Grecia, sino con el mito que registra la iniciación de Hesíodo como poeta.
    A la tarea de contar, Hesíodo antepone la tarea de crear, pues siente que antes de cantar debe emparentar su canto con una filiación divina, como si solo en esta mediación divina encontrara la manera de proclamar a viva voz que es un poeta o, para ser menos amable, que merece ser un poeta.
    Las musas lo inspiran, es cierto, pero al mismo tiempo que lo inspiran lo reconocen como poeta, pues le han confiado un laurel, esto es, le han atribuido la gloria sobre el terreno de la palabra. Y, para honrarlas, Hesíodo una y otra vez las mencionará encomendándose a su cuidado.

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