martes, 30 de junio de 2015

El mundo de la infancia en 'Para Owen'


El mundo de la infancia coincide con el acto inestimable de nombrar el mundo. La obviedad de esta aseveración, no obstante, desestima la profundidad del acto que atañe a los primeros atisbos de creatividad del niño, atisbos a través de los que la realidad se descompone en una realidad segunda que reescribe las categorizaciones de la realidad primera.
    Las formas del mundo se identifican con las aseveraciones del adulto, para el cual el mundo ya no forma parte de un acto de creación original, debido a que todo lo que se puede encontrar en el mundo parece haber sido nombrado de antemano. El adulto, a diferencia del niño, en este sentido, comprende que su realidad forma parte de un proceso histórico, que a lo largo de sucesivas generaciones el hombre consiguió darle forma a su ser social y que, para lograrlo, requirió establecer las bases de una comunicación que respetara coordenadas de enunciación comunes.
    La segunda realidad, en cambio, es una realidad personalizada por los estímulos que el niño procesa de manera divergente a la experiencia que registra el adulto o que el adulto reconoce como una forma indispensable para comunicarse. El niño al nombrar el mundo por segunda vez nos enfrenta a un fenómeno único: el descubrimiento. El adulto, en contraposición al niño, ya no posee la habilidad de ver el mundo con ojos nuevos y esa limitación lo somete a una aceptación involuntaria: el mundo es lo que hay, nada más.
    Por este motivo, cuando Stephen King, en Para Owen, un poema escueto y básicamente desconcertante, decide introducir un elemento de carácter biográfico [1], el tono que define al poema, lo absurdo, se convertirá en una estrategia que pondrá en evidencia un posicionamiento sobre la realidad.
    El yo poético de este poema asume la voz de un adulto que le habla a un niño, aunque no de cualquier forma, sino a través de términos precisos que buscan volver irreconocible el mundo conocido y, en esa misma transformación, redescubrirlo de nuevo como, si por un momento, volviéramos a mirar el mundo con los ojos de un niño. En otras palabras, desde la dedicatoria que inaugura el poema, King busca reivindicar el poder que tiene la imaginación para transformar el mundo y esa es, tal vez, la lección que quiere transmitirle a su propio hijo.



[1]  El poema se lo dedica a su tercer hijo, Owen Philip King.

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