lunes, 2 de febrero de 2015
El retorno del sonido: los experimentos vanguardistas
Cuando la música parecía haberse divorciado de la palabra, convirtiéndose solo en un recuerdo de antaño, en el remedo de una unión que se había desvanecido, algo diferente, algo novedoso comienza a ocurrir en la literatura: los sonidos irrumpen de nuevo dentro del poema. Y, de este modo, la composición poemática, con su inherente musicalidad, cede paso a otro momento de la historia del arte, un momento donde el sonido se concibe desde su misma reposición, no desde la composición a per se, que es el eco de la música, su manifestación más primitiva, sino desde el estadio de producción del sonido, desde la huella que testimonia la palabra para evocarlo, desde una suerte de equivalencia figurada: para cada sonido se buscará una palabra homóloga.
Se trata de un momento donde el afán de innovar comienza a introducir cosas que en otro momento hubieran resultado ridículas o inconcebibles (pues, ¿acaso no es un disparate buscarle a una bocina su par en las palabras?, ¿o pensar a la palabra como un correlato transparente del sonido?); cosas que, no obstante, se terminan convirtiendo en un vehículo de reflexión sobre la vida moderna: las máquinas, los transportes, las comunicaciones, los espectáculos, los balcones, los parques, los cafés, las fábricas o los bares; con su bullicio, alboroto, batahola, algarabía o bullanga se incorporan como un tema más de la poesía, la cual ya no se preocupa por retratar un momento particular de la historia, con sus personajes más destacados, sino por transmitir sus sensaciones con vivos colores, sensaciones que emanan de los objetos más rudimentarios.
Desde la reproducción onomatopéyica (la de un golpe, por ejemplo) hasta la apelación a imágenes que nos retrotraigan a una escena, la poesía moderna crea sonidos que nos devuelven una experiencia fugaz y tumultuosa, transitoria y caótica. Motivo por el cual, a veces los poetas resultaran tan estrepitosos y tan estruendosos como un incesante martilleo, pero lo harán porque la experiencia de la vida moderna es igual de estrepitosa y estruendosa, porque en la vida moderna la belleza de la naturaleza (prístina, primigenia) ya no está presente, pues ha sido reemplazada por una segunda naturaleza, una naturaleza controlada y ordenada, pero fría y desalmada.
Las calles pavimentadas o empedradas, suplantan los predios de tierra reseca o barrosa; el cantero recorta el espacio verde y lo convierte en un adorno; y los árboles se talan para dar lugar a edificios de cemento; así como la elegancia de la carroza se vuelve obsoleta frente a la bicicleta o el automóvil. La ciudad, poco a poco, aglutina a las personas aunque les ofrezca un atajo para desplazarse: el tranvía. Sin embargo, al estar enfrentadas cara a cara, las personas no hablan. Todos los rostros se vuelven rostros extraños y, en algunos casos, hasta peligrosos.
En consecuencia, en las calles, los poetas ya no van a escuchar la canción de los pájaros, ni percibir el aroma de las flores, tampoco degustar la luz cándida del sol sobre sus rostros, porque en las calles solamente está el ruido, incómodo, malsano, tóxico; no la alegría que desperdigaba la naturaleza con su esplendoroso verdor, con sus perfumes exóticos, con sus colores radiantes.
La música del poema moderno, por esta razón, es estridente, es decir, molesta, importuna, fastidiosa e irritante. La música del poema moderno, por esta razón, se parece al ruido.
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