jueves, 26 de febrero de 2015

¿La música como cura?


Una de las perspectivas que suele omitirse cuando se habla de la relación que hay entre la música y la literatura es aquélla que se propone reevaluar a la primera como algo más que mero entretenimiento o mero decoro de la espectacularidad. De hecho, ni la una ni la otra pueden ser consideradas realmente, al menos no desde un enfoque serio, como las propulsoras de la dispersión de los sentidos cuando, más bien, han intentado siempre fomentar el ensanchamiento de la percepción, así como la exploración de los lugares más recónditos del espíritu humano. 
    Desde los cantares de gesta que reunían las proezas de los héroes de un pueblo hasta su desplazamiento por la aventura solitaria del individuo común, la música ha intentado darle color y vida al panorama gris que se sortea en los avatares de la vida cotidiana. En las antípodas de sus primeros esbozos, cuando aún estaba unida a la literatura o, lo que es lo mismo, cuando la palabra suponía de manera indisoluble la producción de un sonido, cuando la expresión de la idea descansaba en la recreación de un eco para poder ser transmitida, la música ayudaba a ponerle una imagen sensorial al relato o poema que se recitaba.
    Sin embargo, aún en ese momento de la historia había algo que no se terminaba de comprender con el papel asignado a la música, algo que estaba trascendiendo, incluso, al precario registro que nos legaron los pueblos que la acuñaron: su potencialidad inherente para, al mismo tiempo que ensanchar la percepción, evocar un sentimiento residual grabado en la memoria, un sentimiento de ahínco, vivificante. La música ya, en aquél momento remoto de la historia, estaba removiendo todo el tiempo nuestra sensibilidad, conectándonos con otros órdenes de la percepción.
    Es decir, mientras los antiguos se ocupaban de reforzar la dupla que formaba con la literatura, y de asegurarse de que ambas conserven intactos los valores o las normas que deberían respetar las generaciones futuras, perdían de vista que la música, en sí misma, tenía la capacidad de generar algo que prescindía del fin egoísta de contar una historia, algo que se alzaba por encima del horizonte de cualquier previsión: devolverle la esperanza a su público.
    En las antípodas de la historia, la música comenzaba a reconocerse como una mediadora no solo de la historia de un pueblo, sino, lo que no es menos importante, como una mediadora de nuestra historia personal. El apego a la cultura, así como su conservación, entonces, era efectiva porque lograba conmover al público, porque lograba conectarse con el indefinible terreno de la emoción. En otras palabras, el público hacía suyo el mensaje de la palabra, porque sentía que le pertenecía, sentía que, de alguna manera, también formaba parte de lo que había ocurrido o, lo que viene a ser lo mismo, que lo que había ocurrido tenía que ver con el papel que podía desempeñar aún.

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